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Columna
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Los tontos no las ven

Hace muchos años había un Emperador aficionado a los trajes nuevos. No había un acto público al que no acudiera para lucir sus estilosas indumentarias. Tenía un traje distinto para cada acontecimiento, por eso dependiendo de la persona a la que iba a recibir o visitar se ponía un esmoquin, un frac o un chaqué. Era tan perfeccionista que los sastres del reino le ajustaban los pantalones con un ceñidor detrás, e incluso hubo que buscar una trabilla que tuvieron que pedir a los mercaderes italianos para poder estilizar su figura. Al reino de Italia, en concreto a la ciudad de Milano, solía acudir con frecuencia para encargar sus trajes a medida.

La ciudad en la que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. En ella se celebraban importantes regatas e incluso las carreras de carros más destacadas de la época. La mayoría de los habitantes estaban encantados con él, y aprovechaban cualquier ocasión para rendirle pleitesía. Todos los días llegaban a la ciudad muchísimos extranjeros y una vez se presentaron dos truhanes -una de ellos con un enorme bigote- que habían sido expulsados de otra corte y que, a pesar de la dudosa reputación que les precedía a ambos, lograron establecer un floreciente negocio. Los dos extranjeros, para granjearse la amistad del Emperador, decidieron entregar una parte de sus beneficios al reino, una especie de diezmo como puerta de entrada para recibir la bendición de la Corte.

El Emperador estaba encantado con los dos nuevos vecinos, que le agasajaban con telas cada vez más maravillosas. Un día, sin embargo, algunos miembros de la Corte decidieron investigar la procedencia de los truhanes y los resultados les llevaron al fondo de armario del Emperador, que había crecido sustancialmente sin que hubieran mermado de igual manera las arcas del reino. Los ministros exigieron explicaciones a ambos y al Emperador le pidieron las facturas que acreditaban ese incremento de indumentaria. Y éste explicó: "No solamente los colores y los dibujos de los trajes son hermosísimos, sino que poseen una milagrosa virtud: por una cuestión de elegancia, las facturas de haberlos adquiridos son invisibles a toda persona que no sea apta para el cargo o que sea irremediablemente estúpida".

El Emperador cada vez que acudía a la Corte repetía a todos: "Aquí están las facturas". Y la gente miraba, pero no veía nada. Sin embargo, nadie soltaba palabra para no parecer estúpido. Para comprobar la veracidad de los hechos, los principales valedores del Emperador le visitaron en varias ocasiones y se ponían "delante, detrás y al lado de él" para ver las facturas. Sin embargo siguieron sin verlas, aunque todos se deshicieron en alabanzas sobre las facturas que no veían y sobre la honorabilidad de su cargo. Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio. No obstante, todos exclamaban: "Qué claras están las facturas".

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veían, para no quedarse sin cargo o parecer estúpido. De pronto, sin embargo, hubo una persona que dijo: "Pero si las facturas no existen, no hay facturas". Y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir esa persona. Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que igual le habían descubierto, pero repetía una y otra vez: "Yo me pago mis trajes ". Pese a todo, decidió aguantar hasta el final. Y luego siguió su camino más altivo que antes, con los ayudas de cámara llevando la carpeta cargada de facturas que nadie veía.

Y colorín, colorado, este cuento no ha acabado, aunque todos sigan felices comiendo anchoas en vez de perdices. Otro día les cuento otro. Habla de un tal Pinocho, un personaje al que le crecía la nariz cuando mentía. Y es que los cuentos no tienen nacionalidad. También en Andalucía los contamos y no pocas veces nos los tragamos.

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