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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Volando bajo el asfalto

Manuel Rodríguez Rivero

Cada año por estas fechas, en cuanto el sofocante verano rompe a cantar con sus penetrantes olores y los habitantes de mi ciudad se conjuran para desnudarse y mostrar sus vergüenzas allí donde se encuentren -que es por doquier-, recuerdo la sabia exclamación de mi abuela: ¡Qué ordinario es el verano! Encuentro un asiento libre en el metro entre dos montañas de carne (género epiceno, no quiero susceptibilidades) que leen con aparente fruición sendos tomos del Larsson. Tengo enfrente a otra persona absorta en el último Falcones. Y me parece vislumbrar desde mi encajonado lugar inundado de fragancias no precisamente orientales (un enólogo descubriría vestigios de esencia de tomate) a otra que, de pie, lee un volumen de la saga Millennium. Me pregunto qué sucederá a la vuelta del verano cuando ya esté todo el pescado bestselérico vendido. Sí, ya sé: se anuncia un nuevo Dan Brown, pero me da que no va a ser lo que era. Y, en septiembre, la gente volverá con los bolsillos vacíos y la tarjeta de crédito echando humo contaminante, tras haber arrojado la casa por la ventana veraniega. Los adalides del libro como valor refugio se la están envainando ante la noticia de ese 6% de descenso de facturación libresca en lo que va de año (en diciembre habrá que corregir el dato). Las perspectivas (soy Cassandra, ya saben) no son buenas. Y, mientras los editores siguen dándole a la máquina de tirar (en todas las acepciones del término) y contribuyendo a la inabarcable sobreproducción (73.000 títulos en 2008), los libreros declaran (por boca de su dirigente Michèle Chevallier) que "la tabla de salvación es devolver" (ojo: aquí no es sinónimo de arrojar o vomitar). Nunca lo había visto formulado tan clara y oficialmente. Cada mes que pasa se confirma que sólo se vende bien un número muy limitado de títulos, de manera que lo que los sufridos libreros hacen es enviar el resto de vuelta al almacén y cruzar los dedos para que se manifieste un nuevo Larsson en la cueva de Lourdes de la edición. Por su parte, los editores de libros de texto contienen el resuello ante la próxima campaña escolar (se anuncia chunga), de la que depende en gran medida la cuenta de resultados de tres o cuatro de los grandes grupos. La montaña de carne de mi izquierda mantiene su Larsson parcialmente abierto y lo maneja con cuidado, como si temiera desmocharlo o que sus páginas cayeran como lluvia de panfletos antifranquistas. La imagen de respeto hacia el objeto libro me recuerda por contraste haber leído que José Manuel Lara, dueño de la editorial (Destino) que se está forrando con la trilogía, presumía en una reciente entrevista de trocear los libros gordos para poder leerlos más cómodamente. Más tarde, si le habían gustado -explicaba- se compraba otro ejemplar para tener en su biblioteca. ¿Ven qué sencillo?: una vez más, un conspicuo editor ofrece soluciones eficaces para la crisis del libro.

Microrrelato

El metro es un lugar estupendo no sólo para leer (microrrelatos o tochazos) o pensar, sino para investigar el componente humano de cualquier ciudad en la que se utilice masivamente. Hace más de veinte años, Marc Augé estudió el metro de París y a sus conciudadanos en El viajero subterráneo: un etnólogo en el metro (Gedisa), que conservo con cariño subrayado. Ahora, mucho tiempo después ("el mundo cambia y yo envejezco", explica el autor), insiste con Le métro revisité (Seuil) para reexaminar a sus contemporáneos de hoy mientras viajan -y transbordan y piensan, leen, interactúan o ligan, se frotan con o sin permiso, o sustraen las carteras ajenas aprovechando los apretujones- en el rapidísimo tubo. En el caso del metro de Madrid -que "vuela", según una alegre, pero quizás imprudente, publicidad- yo también realizo a menudo, a mi modestísimo nivel, pequeños ejercicios de etnología subterránea. Hoy, por ejemplo, en el metro de vuelta y ya sin montañas de carne flanqueándome, contemplo arrobado a una joven entretenida con un minúsculo ingenio digital en el que parece estar leyendo mensajes de quién sabe quién. Recuerdo haber leído que Penguin publicará próximamente un libro que, con el título Twitterature, resumirá según las reglas de la red social Twitter (un máximo de 140 caracteres por mensaje) los argumentos de las más grandes obras de la literatura universal: lo hiperbueno, si breve, dos veces hiperbueno, debería decir la publicidad. Lo que me lleva al proyecto más o menos japonés de Millás (revelado en este mismo periódico) de publicar y distribuir próximamente, vía teléfono móvil, sus articuentos de cuarenta líneas al módico precio de 0,50 euros cada uno (después de los cuatro primeros, que serían como un "gancho" gratuito). Lo que, a su vez, me lleva estúpidamente a recordar algo que dijo Samuel Johnson: "Nadie que no sea un idiota" (la palabra empleada fue blockhead) "ha escrito nunca más que por dinero". La frase la recogió en su Vida de Samuel Johnson (Acantilado) el esforzado James Boswell, quien, a decir de Bioy Casares (en Borges, Destino, página 679), era un hombre que pertenecía al siglo XIX, al contrario que su jefe, anclado todavía en el XVIII. Vuelvo a mirar a la Lolita de antes y, para mi sorpresa, se guarda el diminuto ingenio en el enorme bolso y extrae de sus entrañas un tochazo encuadernado. Adivinen a quién lee esta noche.

Lunar

Desde que desapareció (probablemente muerta por contaminación de las aguas lacustres) la criatura de Loch Ness, los periódicos (esa especie en peligro de extinción por confundir información y opinión con entretenimiento) llenan muchas de sus páginas veraniegas anticipando aniversarios y conmemoraciones. De manera que, a estas alturas, ya se han publicado en la prensa tantos reportajes y análisis de la gesta de la llegada del ser humano a la Luna, que el 16 de julio, que es cuando se cumple el 40º aniversario, ya casi no quedará nada que conmemorar. Como adolezco de ver culos e, inmediatamente, quererlos (según reza el castizo dicho), me apunto al carro lunar con una novedad y un recuerdo bibliográficos. La novedad es La carrera espacial. Del Sputnik al Apollo XI (Alianza), un "bolsillo" de divulgación, ameno y bien documentado, del hoy editor (en Ediciones B) Ricardo Artola, en el que se pasa revista a los orígenes y desarrollo de la carrera espacial librada por las dos superpotencias de la segunda mitad del siglo XX y que terminó, precisamente, cuando Neil Armstrong y Edwin Buzz Aldrin pusieron sus pies en el lunar (evidentemente) paisaje. El recuerdo se refiere a El viento de la luna (Seix Barral, 2006), la última (la siguiente está al caer de la rentrée) novela de Muñoz Molina. No la he vuelto a leer, pero he encontrado en su libro Las apariencias (Alfaguara) un hermoso artículo de 1990 ('Un verano en la Luna') en el que ya se anunciaba el asunto de la novela. Acabo el día dejándome adormecer ("luna lunera", musito semiconsciente) con los expresionistas "recitativos" del Pierrot lunaire de Schönberg, que escucho a media noche (estoy de Rodríguez-Rodríguez) en versión de Pierre Boulez y la Sprechtimme Christine Schäfer.

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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