¡Sigan a ese hombre!
Centenares de periodistas y aficionados rodean y persiguen a Armstrong, un icono hiperprotegido
Lance Armstrong es como el fuego: se sabe donde está por el humo que lo anuncia. El humo en este caso eran los centenares de aficionados que, apostados en las orillas de los autobuses del Astana, le esperaban como un mesías. Durante algunas horas fue un fuego fatuo, es decir, un fuego que no ardía. Armstrong no llegaba, luego Armstrong se guarecía en el autobús del calor ambiental, del calor humano y del calor informativo. Las televisiones apuntaban a un lugar vacío y blandían sus micrófonos de jirafa, como quien lanza la caña por si pesca algo. Y por fin Armstrong salió. Por muy divino que sea, es un profesional que debe someterse al rodillo previo a la carrera. Aplausos desde los dos lados de la estrecha callejuela que había habilitado el equipo entre dos camiones, sin paso permitido a nadie. Unas brevísimas palabras para la televisión francesa, inaudibles incluso para los micrófonos de jirafa ajenos, y el tejano que se va hacia la salida bajo un sol de justicia escoltado por los fans (que son muchos) y los periodistas (que no son menos), como si alguien hubiera ordenado la cinematográfica frase "¡Sigan a ese hombre!".
"Que me gane Cancellara es normal, es un especialista", estimó Contador
Y Armstrong que regresa 20 minutos después con el mejor tiempo a sus espaldas, que luego se convirtió en el 10º de la general y el 4º de su equipo. Al menos no salió del top ten, aunque siga liderando el ránking de popularidad. Es curioso comprobar cómo el ciclista más laureado del Tour, el más exigido por ello, recoge ahora muestras de comprensión que convierten su décimo lugar en la consecuencia inevitable de sus cuatro años de ausencia. "Ha sido como comenzar de cero", dijo tras reconocer que había estado "nervioso en la bicicleta". Sólo los mitos gozan de comprensión.
De nuevo al rodillo para recuperar el esfuerzo acumulado. Y de nuevo los flashazos, de frente, de espaldas, con el maillot abrochado y con el pecho descubierto. Y cuando alguien le anuncia que Leipheimer ha mejorado su tiempo, Armstrong recoge sus trastos y se vuelve al hotel, no sin antes atender al tumulto de periodistas que le rodean. A un lado un niño, con una bicicleta de carreras y el maillot de Livestrong (la fundación del corredor americano) llora y llora. Tratando de consolarle, descubrimos que no llora de emoción: es que se ha perdido. A los pocos minutos, cuando Armstrong concluye sus manifestaciones, aparece su padre. Sencillamente, Armstrong y su tumulto les había dejado a uno en cada lado. Siempre prohibido el paso. No sé si tendrán ganas de volver a verle.
Alberto Contador, con su jersey de lunares -"es como de sevillana, ¿verdad?"-, de rey de la montaña, que espera cambiar "dentro de unas semanas por otro de un color distinto", hizo el camino inverso de Armstrong: fue el segundo de la general y el primero de su equipo. Y fue recorriendo uno tras otro los stands de los medios de comunicación. "Que me gane Cancellara es normal: es más alto, tiene más peso y es un especialista, pero esto no ha hecho sino comenzar". Y se fue raudo, "no vaya a ser que me moje", dijo mirando a un cielo que amenazaba lluvia. A él, además, no se le perdió ningún niño, que se sepa.


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