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FUERA DE CASA
Columna
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No estar necios en nuestras casas

Salir de casa, pasear por Santillana, por una historia de linajes extinguidos. Entre estrechas calles de un pueblo de palacios y escudos. Entre escritores y críticos. En el silencio de su noche, con el pueblo despejado de turistas, los maestros y sus discípulos se vuelven cantantes de boleros. Por el día, con la fortuna de "tener un trabajo a la sombra" tal como le aconsejó su padre -un campesino que soñaba con ser ingeniero- a Antonio Muñoz Molina, se dedicaban a escuchar las elucubraciones sobre sus obras, sus vidas, sus trabajos y sus dudas al inventor de Mágina, al contador de heroicas vidas fracasadas que se inventó Celama, Luis Mateo Díez, y a la mujer de risas y emociones, heredera de dos cajas con las cenizas de sus padres, "dos montones de arena y una tristeza enardecida", Ángeles Mastretta.

Los escritores son exóticos. Como un niño de pueblo con sombrero de paja y fotografiado en la España de los sesenta

Luis Mateo nos paseó por un "callejón de gente desconocida". En ese callejón se encuentran toda suerte de extraviados, inseguros, perdedores o perpetuos aprendices. Gentes como los escritores, como nosotros, necesitados de la compañía y la soledad. Cada uno a su forma, con su estilo, con su música. El callejón por el que también transitan las mujeres de las ficciones de Mastretta o los residentes en las habitaciones de Muñoz Molina. Tres escritores buscando su patria. Viajeros, algunas veces extraviados, que siguen intentando desentrañar un particular mapa de una tierra a la que deben dar forma y sentido. Buscadores de las salidas de un laberinto encerrados en la misma habitación blanca en la que comenzaron sus encuentros con el oficio de novelistas.

Han pasado casas y años, vidas y muertes, pueblos y ciudades, ahí sigue el refugio: una habitación propia. Da igual que tenga vistas a Manhattan, un oscuro desván en Villablino o un jardín en México, ellos siguen inventándose patrias como si fueran perpetuos aprendices en un oficio en el que, aunque seas maestro, siempre llevas un alumno dentro. Lo decía Connolly, lo recordó Muñoz Molina: dentro de un hombre gordo hay un hombre delgado que grita pidiendo ayuda. A veces nadie le escucha, pero el escritor lo sigue intentando. Acude a sor Juana Inés de la Cruz para encontrar un adjetivo, invoca a Paul Klee como modelo de concisión o espera la llegada de la inspiración, de la iluminación. De vez en cuando, están en el escritorio o en el burdel, en misa o bajo el aguacero, esos milagros les ocurren a elegidos escritores. Sólo si se "ama la literatura como ama el ermitaño el cilicio que le da placer". Y ni así existe el milagro. También se puede escribir cantando como Mastretta por José Alfredo Jiménez. Recordando, como Mateo, las voces del filandón. O escuchando a Thelonious Monk, como Muñoz Molina. Los escritores son exóticos. Como un niño de pueblo con sombrero de paja y fotografiado por un turista en la España de los sesenta.

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