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Columna
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Un Gobierno de carpantas

No somos los valencianos muy propicios al humor y a la ironía, ya sea en el trato personal o en la expresión artística. Una observación que alentaría posiblemente un debate y hasta alguna tesis doctoral. Lo que no parece objetable es que nuestra idiosincrasia, o lo que por tal convengamos, sí anda bien sazonada de sal gruesa en forma de mucho culo y palabrotas inclementes. Supongamos que es una secuela notable del temperamento festivo, extrovertido y un mucho escatológico que nos ha caracterizado. De ahí que las humoradas nos sorprendan como una rareza, sobre todo si se producen en el crispado ámbito de la política. Los cronistas más veteranos de las Cortes todavía recuerdan la ocasión en que Segundo Bru, diputado socialista, describió como vultúridos a sus oponentes de la derecha y éstos se enteraron por la prensa de que les habían llamado cuervos, pero con finezza.

Esta semana, el delegado del Gobierno, Ricardo Peralta, también ha sacudido el habitual tono formal de sus intervenciones y se ha referido al Consell como "un Gobierno de carpantas", homólogos, en este caso, de personas políticamente insaciables. Y no le han faltado motivos para ilustrar su aserto. El más espectacular de ellos, obviamente, ese cargo de casi 10.000 millones de euros que el presidente Francisco Camps exige a Madrid a modo de improvisadas deudas, históricas unas, y recientes otras. Un requerimiento teñido de victimismo, siempre eficaz entre su electorado, y que le permite disimular los desmadres financieros de su propia gestión endosándole las culpas a terceros. Un pretexto exculpatorio que sin duda será crecientemente exprimido a medida que se prolongue y acentúe la crisis económica que nos ha sumido en el pelotón de las autonomías más afligidas.

Pero esta hambruna de poder se extiende a todas las parcelas de la actividad política y administrativa susceptibles de aprovechamiento electoral, pues lo que está en liza es ampliar todavía más y a toda costa la implantación del PP, desalojando a la oposición de sus últimas trincheras municipales. El objetivo último sería la instauración del pensamiento único, hacia el que ciertamente se va decantando este país y al que la desvalida izquierda contribuye sin mala fe, todo hay que decirlo, aunque sí con desoladora impotencia y dispersión. Una vez neutralizada cualquier alternativa y toda crítica se acabaría con el lacerante recuerdo del caso Gürtel y el patético episodio de los trajes, cuando es sabido, además, que por similares y presuntos cohechos otros imputados han gozado de safaris y chollos muy superiores. Pecar de corrupto y de pobre de espíritu es realmente una estupidez, lo que habría de valer como máxima moral.

La secretaria pepera de Comunicación, Ana Torrado, ha confirmado esta percepción al declarar estos días pasados que su partido aspira a una Comunidad teñida de azul, el color de su enseña. No ha especificado si propenden un azul marino, celeste, cobalto o mahón proletario, como el que uniformó aquel Movimiento Nacional cuyos rescoldos reaccionarios persisten en las huestes que nos gobiernan la autonomía. De otro modo, muy distinto sería el comportamiento del tronitronante Alfonso Rus, presidente de la Diputación de Valencia, o la de las Cortes, vetando actos cívicos de Compromís, o el secuestro de RTVV, meros botones de muestra. Insaciables autócratas.

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