Fracaso
Aída, que el domingo concluyó temporada, nunca fue una serie moralizante. Más bien el contrario. Ahora, con la ausencia de la actriz Carmen Machi y del personaje que interpretaba, la protagonista Aída, la serie ha derivado hacia una estricta amoralidad. Aída García, surgida de Siete vidas, constituía el único flotador ético de Aída: ignorante, zafia y oportunista, pero empeñada en trabajar y en sacar adelante a su familia.
Lo que queda tras su desaparición son patanes buscavidas, más o menos entrañables, y dos personajes, el tendero fracasado y su hijo, que encarnan la moraleja de la historia: ambos son inteligentes y eso, en el contexto del barrio, les condena a la condición de parias. Son listos y buenos; son, por tanto, más tontos que los tontos.
El gobernador del Banco de Italia, Mario Draghi, un hombre serio y competente, dijo ayer que el progreso de su país no dependía de Berlusconi ni de las cifras macroeconómicas, sino "de los conocimientos de la población". "Una persona con menos de diez o quince años de escolarización", afirmó Draghi, "debe considerarse funcionalmente analfabeta. El desarrollo económico depende de la investigación científica organizada y de un sistema eficiente de adiestramiento técnico y científico".
No creo, por supuesto, que los personajes de Aída y su barrio, Esperanza Sur, constituyan una muestra representativa de la sociedad española. No lo es, al menos, en lo que se refiere al conocimiento. Quizá sí, de alguna forma, en cuanto a criterios éticos.
Pese a los problemas de la enseñanza y al elevado índice de escolarizados funcionalmente analfabetos, España cuenta con los jóvenes mejor preparados de su historia. Está perdiendo, sin embargo, como otros países europeos, el respeto al trabajo, al esfuerzo, al mérito.
Parte del empresariado no sabe siquiera qué son esas cosas: invertir en tecnología es arriesgado y complejo; todo lo contrario que dar el pelotazo fácil con el ladrillo (el ladrillo es sólo una metáfora, que vale para otros sectores) y colgarse, encima, la medalla de la creación de empleo.
El fracaso español, si puede hablarse de fracaso, es empresarial. Conviene recordarlo.
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