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Columna
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El suicidio de Larra

El pasado 24 de marzo, con la entrada misma de la primavera, se cumplieron 200 años del nacimiento de Mariano José de Larra en Madrid. El 13 de febrero de 1837, según escribe Carlos Janín en su excelente Diccionario del suicidio, Larra ponía fin a su vida en su domicilio de la calle de Santa Clara, disparándose un tiro en la sien. Un rato antes del suicidio acababa de recibir la visita de su amante Dolores Armijo, acompañada de su cuñada. Dolores Armijo, una mujer casada, le devolvió a Larra unas cartas y le comunicó que ella volvía al redil de su marido.

Si trágico es siempre cualquier suicidio, el suicidio de Larra tiene un plus de tragedia, dado que su hija Adela, de seis años, según Janín, y de cinco según otros autores, descubrió el cadáver de su padre al ir a darle las buenas noches. ¿Hay atrocidad superior a la de que una hija descubra el cadáver de un padre que se ha suicidado? ¿Qué pasa por el cerebro de un niño cuando ve al lado del cuerpo de su padre una pistola y un charco de sangre? Con gran sensatez, Stevenson escribió que la persona que se casa pierde el derecho al suicidio. Y es verdad. La persona que se casa -o vive en pareja- y cuanto más si tiene hijos, está obligada a seguir viviendo venciendo la tentación del suicidio. Pero estas bienintencionadas palabras de Stevenson son poco científicas. Porque, ¿qué sentido tiene apelar a la ética, a la geología o al sistema métrico decimal cuando un cuerpo sufre ese grave desajuste bioquímico que lo lleva a tirarse al tren o darse un pastillazo? Si, cuando un cuerpo sufre ese desajuste, uno, por ejemplo, dice: "Amor mío, no te mates, piensa en lo bello que es que en un kilómetro haya nada menos que cien mil centímetros", no es nada probable que la belleza de la aritmética lo disuada de suicidarse.

Sus mejores artículos son inmortales porque tienen la profundidad y claridad de los mejores filósofos

Por presiones del gobierno liberal, la Iglesia aceptó que Larra fuera enterrado en territorio comanche -léase en sagrado-, a pesar de su condición de suicida, en un nicho del cementerio madrileño del Norte, donde estaba emplazado el recién derruido estadio de Vallehermoso. Los suicidas, los ateos y los excomulgados, como saben hasta los tibetanos, eran enterrados fuera del recinto ferial cristiano. No deja de ser involuntariamente cómico que hoy la estatua de Larra en Madrid, como en un gesto de agradecimiento a la generosidad de la Iglesia por haberlo enterrado en cementerio cristiano, esté erigida en la calle de Bailén, justo enfrente de la catedral de la Almudena. El busto es de bronce y fue creado por el escultor Jesús Perdigón, sobre un pie de piedra donde se lee esta inscripción de homenaje: "Larra 1809- 1837". El poeta Jorge Guillén dijo aquello de "pero quedan los nombres" aunque, en este monumento, como vemos, no ha quedado el nombre, sino el apellido. También hay que comprender a los escultores. No es comparable, en esfuerzo, grabar un nombre en piedra -un trabajo durillo- con teclear ese mismo nombre en un ordenador como hacemos los escribidores. El escultor Perdigón tenía miedo a herniarse y se ahorró el esfuerzo de grabar tres palabras más -Mariano José de- en el monumento.

Siguiendo el ejemplo de Jesús Perdigón, resumiré la labor literaria de Larra en dos palabras. En ocho años -de los 19 a los 27 años- Larra escribió 200 artículos que la inmensa mayoría de los escritores no lograrían escribir ni en 12 reencarnaciones. Los mejores artículos de Larra son inmortales porque tuvo la profundidad y la claridad mental de los mejores filósofos -por ejemplo, de Schopenhauer, con quien también comparte furia satírica- y, en el registro de lengua de su prosa, se apuntó a la sapientísima lengua coloquial de Cervantes. La lengua de la prosa de Larra nunca nos distrae con efectismos de fuegos artificiales.

En agosto de 1829 Larra se casó, a los 20 años, con Pepita Wetoret y tuvo con ella tres hijos. Su hijo Luis Mariano, poeta y dramaturgo estimable, fue autor del libreto de la zarzuela El barberillo de Lavapiés. A su hija Adela, casada con Diego García, perteneciente a la alta burguesía madrileña, se le atribuyó un romance con Amadeo de Saboya. Y su hija Baldomera fue un genio de las finanzas. Inventó en 1876, literalmente, la estafa piramidal. En pocos meses logró estafar 22 millones de reales. Como ha escrito Francisco Pérez Abellán en el diario La Razón, esta hija de Larra es la auténtica precursora del actual estafador Madoff. Estafó a docenas de personas. Huyó de España. Regresó a Madrid en 1878 y, como a veces ocurre con los delincuentes, fue absuelta por los tribunales.

La pistola del suicidio de Larra se guarda en el Museo Romántico de Madrid. En mayo de 1902 los restos de Larra fueron trasladados a la madrileña Sacramental de San Justo, San Millán y Santa Cruz.

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