Del mercado a la iglesia
La teoría era que los procesos político-electorales funcionaban como un mercado o, mejor, como un supermercado. El elector-cliente se adentraba en la gran superficie comercial (léase la precampaña y la campaña electoral) provisto de su lista de la compra, en la que figuraban necesidades y preferencias, intereses y gustos. Una vez en medio de los estantes llenos de envoltorios chillones, de ofertas tentadoras, de reclamos más o menos llamativos, el ciudadano se detenía lista en mano, buscaba, comparaba, discernía los pros y los contras de cada marca política y, en un proceso racional -de ahí la necesidad de una jornada de reflexión- acababa por escoger una de esas marcas, cuya papeleta introducía en la urna.
Las campañas ya no pretenden convencer a quien no esté ya convencido, sino asustarlo para que cierre filas
Planteadas las cosas en estos términos, era perfectamente plausible y hasta lógico que un mismo elector votase distinto según el momento y la clase de elección; que considerase una sigla la más adecuada para gobernar su comunidad autónoma, y a otra la mejor para representarle en Europa; que, antes de escoger, tomara en cuenta no sólo la gestión previa de este o aquel partido, sino también el currículo y la capacidad de liderazgo de cada cabeza de lista. Ello era así, sobre todo, en lugares como Cataluña, con cinco, seis o siete partidos útiles en liza.
Hoy, por lo menos en la España del bipartidismo socialista-popular, el panorama ha cambiado de manera radical: el elector ha dejado de ser aquel cliente que recorría el supermercado antes de hacer su opción, para convertirse en un creyente amarrado a su fe y atrincherado en su iglesia. La gran mayoría de la gente ya no vota por lo que opina o lo que le conviene, sino por lo que es: si es socialista, votará PSOE, aunque éste lleve de candidata a la mula Francis; si es popular, votará PP así caigan chuzos de punta.
A la vista de los resultados del pasado 7-J, no pocas voces se han escandalizado de que, en pleno caso Gürtel, el Partido Popular haya obtenido rotundas victorias en Valencia y Madrid. ¿Acaso no recuerdan ya la granítica resistencia del voto al PSOE -eso que Alfonso Guerra llamó la "dulce derrota"- en 1996, tras un trienio en que la corrupción alrededor del felipismo había alcanzado niveles inauditos? No, no es que los ciudadanos sean una tropa de sinvergüenzas admiradores del choriceo. Pero sucede que, cuando la simpatía racional hacia un partido se transforma en un rasgo identitario ferviente y acrítico, en un remedo de fe religiosa, es facilísimo convertir cualquier denuncia, cualquier investigación ya sea periodística o judicial en una conjura, en una maniobra persecutoria e inquisitorial de nuestros enemigos. Y ya se sabe que, en las comunidades de creyentes, la sensación de acoso exterior, el grito de ¡nos persiguen! o ¡quieren acabar con nosotros! refuerzan la cohesión y galvaniza a los tibios. Si en la Roma pagana -según decía mi manual escolar de Historia Sagrada- "la sangre de los mártires fue semilla de nuevos cristianos", bien podríamos afirmar que, en nuestros días, el escándalo de los trajes de Camps ha sido semilla de más y más votos para la derecha.
Hace ya varios lustros que las elecciones generales españolas no las decide un trasvase significativo de votos desde el PP al PSOE, o viceversa. La victoria pasa por movilizar lo más posible al electorado propio, sin excitar demasiado a los votantes potenciales del rival. Obsérvese que, perdida toda voluntad pedagógica, las campañas -la europea es el ejemplo más reciente- ya no pretenden atraer, persuadir, seducir a nadie que no esté previamente convencido, sino más bien asustar a los afines para que cierren filas frente a un adversario descrito como enemigo.
Esta transformación de las ideologías en credos y de los partidos en iglesias, con la subsiguiente impermeabilidad entre sus electorados, es una de las más graves dolencias de la democracia española. Un mal del que la política catalana no cesa de contagiarse.
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