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Columna
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Ñoñerías

Con la edad me voy haciendo más blanda y más ñoña. De joven era un poco terminator y, por ejemplo, veía las películas más bárbaras sin pestañear. Ahora hasta me da miedo ver los films para niños, por si son demasiado fuertes para mí y suelto el moco. Tengo la sensación de que de adolescentes somos duros como pedernales; pero luego, a medida que los inevitables dolores de la vida te van dejando heridas, empiezas a transmutarte en un merengue. Puede que la vivencia de las penas propias te vaya enseñando a empatizar con las de los demás.

Ablandarse tanto debe de ser malo, pero hay algo aún peor, que es no ablandarse nada. Como es evidente, hay tipos que se convierten en unos canallas. Son los proxenetas que prostituyen y aterrorizan a chicas sin suerte. O los torturadores de niños. O la gente callosa y sin escrúpulos que es capaz de todo por medrar. Como esos empresarios valencianos que tiraron a la basura el brazo amputado de un boliviano sin papeles. Es la inmensa, variada y perseverante maldad del mundo, que cada día se me hace más difícil de soportar. Me pregunto cuántos emigrantes habrá hoy en España con una vida tan explotada y precaria como la del boliviano mutilado. Y cuántos empresarios feroces se creerán estupendos. A lo peor los tenemos de vecinos y nos parecen normales.

Hay una plaza en Madrid junto a la Audiencia Nacional en la que residían entre cartones varios mendigos. En otoño falleció uno de ellos y, desde entonces, hasta que una reciente remodelación les echó, hubo todos los días un par de velas encendidas, en medio de la mugre, en memoria del muerto. Ya ven: como estoy ñoña, este tipo de historias me consuela. Puede haber empresarios normales que son monstruos, y vagabundos marginales capaces de enseñarnos humanidad. La vida es misteriosa y paradójica.

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