Brotes de realismo
Más importante que la subida de los impuestos de las gasolinas y el tabaco anunciada en el último Consejo de Ministros es que el Gobierno haya reconocido, por fin, la dimensión de la crisis, describiéndola en cifras y no distrayendo la atención con nuevas metáforas que, como la de los brotes verdes, habían arrastrado el debate político hasta el territorio de los sonámbulos. De acuerdo con las nuevas previsiones, el Producto Interior Bruto podría caer este año el 3,6% y el déficit público rozar el 10%, en tanto que el paro no bajaría de los cuatro millones de personas hasta 2012. Y habría que completar el diagnóstico con una descripción de los efectos sociales que estos datos estarían provocando, y que no se refieren, exclusivamente, al drama de los ciudadanos y las familias que se han visto privados de sus ingresos. Los sindicatos han sugerido que la disparidad entre las cifras de la EPA y los datos de afiliación a la Seguridad Social apuntaría a un crecimiento de la economía sumergida, en la que estarían recalando sobre todo inmigrantes que han perdido su empleo y que no pueden regresar a sus países de origen. A la vuelta del verano, por otra parte, los primeros parados que provocó la crisis dejarán de recibir ayudas públicas.
La sociedad será sometida en los próximos años a una dura prueba, la más dura desde la Transición
El panorama es de por sí suficientemente difícil como para que la acción política del Gobierno y la oposición durante los próximos meses no se convierta en un problema adicional. Pasada al cobro la factura por el hecho de que las nuevas previsiones económicas se hicieran públicas después de las elecciones europeas, y no antes, la oposición está obligada a ofrecer algo más que anuncios catastróficos y recetas genéricas que, en el fondo, van en la misma dirección que el optimismo impostado del Gobierno hasta ayer mismo: la dirección de alimentar el espejismo de que existen salidas sencillas para esta crisis.
Con los nuevos datos en la mano, es preciso transmitir a los ciudadanos con meridiana claridad que, en los próximos años, la sociedad española será sometida a una dura prueba, seguramente la más dura desde el inicio de la transición. Desde los hábitos de vida y de consumo forjados en los tiempos de la abundancia, hasta las instituciones democráticas, deberán soportar presiones en las que todo lo alcanzado económica, social y políticamente en algo más de tres décadas podría estar en juego. No se trata de alarmar, sino de ser conscientes de los riesgos que apuntan en el horizonte y que deberían ser conjurados: el hecho de que en España no hayan surgido partidos populistas no quiere decir que no puedan aparecer en el futuro y, sobre todo, no quiere decir que algunos partidos democráticos no se dejen tentar por las soluciones populistas. Sobran los ejemplos en estos años, tanto a izquierda como a derecha.
La discusión de los próximos presupuestos del Estado no sólo exige resolver una complicada aritmética parlamentaria en la que, por el momento, el Gobierno no ha conseguido tejer una mayoría; exige, además, que la oposición, y más en concreto del Partido Popular, no aproveche la circunstancia para volver sobre la letanía de la bajada de impuestos, cuya eficacia electoral se ha revelado imbatible durante estos años pero que, en plena recesión, puede resultar una decisión económica algo más que aventurada.
El consenso internacional sobre las medidas que conviene adoptar contra la crisis se apoya en la intervención del Estado, y cualquier propuesta dirigida a reducir sus ingresos en estos momentos sólo puede significar que lo que se pretende es, o bien desmarcarse de ese consenso para remar en solitario, o bien desentenderse del futuro al que tendrán que hacer frente varias generaciones con una deuda de colosales proporciones. Si ante el próximo debate de los presupuestos los partidos, todos los partidos, llegasen a admitir que lo prioritario es la selección de los fines a los que se van a aplicar los recursos del Estado, no seguir dando vueltas al instrumento para obtener esos recursos, el país estaría mejor pertrechado para resistir la crisis y salir fortalecido.
El más indiscutible brote verde que ha aparecido en las últimas semanas es el realismo que, por fin, exhibió el Gobierno en el último Consejo de Ministros al hacer públicas las nuevas previsiones económicas, y la oposición no debería arrancarlo con el único propósito de mantener invariable su discurso. La recesión, el déficit y el paro forman el tenebroso paisaje en el que deberá desenvolverse la política española en un plazo que nadie puede predecir, pero que sólo ella, la política, puede hacer más transitable o convertir en un calvario.
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