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DON DE GENTES | Opinión
Columna
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Muerta de miedo

Cuando yo era pequeña, el miedo de los niños daba mucha risa. No había lamparillas quitamiedos, ni gusilús, y eso de aliviarte la oscuridad dejando la luz del pasillo encendida se consideraba una ñoñería: ¡la luz del pasillo, venga, hombre! A los adultos les encantaba asustar a los niños. Tal vez era su venganza legítima por el miedo que a ellos les habían hecho pasar de chicos. Ninguna de mis incontables tías se hubiera ahorrado un cuento inquietante por el hecho de que fuera a provocarte un mal sueño; eso por no hablar de las mil historias de muertos y cementerios que surgían cuando se iba la luz, que en los pueblos se iba muchísimo. Tu miedo provocaba risa a los adultos, así que lo propio de los niños mayores era reírse del miedo de los pequeños. El resultado es que los más inocentones sufríamos nuestro miedo como una tara vergonzosa. Ay, el que fue miedoso de niño nunca se cura del todo. Ya puedes proclamar tu nula afición a las fantasías paranormales, que cuando estés sola en casa, nadie te librará de tu particular catálogo de terrores: miedo a las escaleras, a los pasillos, miedo a sentarte dando la espalda a la puerta, miedo a las sombras a través de la ventana, miedo al viento. Hay seres humanos que temen ser atacados por otros seres humanos. En Estados Unidos, ése es un miedo nacional y tienen la protección de las armas para curárselo; los que tememos a los fantasmas estamos claramente desprotegidos. Por eso detesto los programas de fenómenos extraños: tratan de convertir en ciencia nuestro miedo infantil. Anoche leía, en la extraordinaria biografía de Chéjov de Rosamund Barlett, historias de la infancia chejoviana: el niño Chéjov, que era un gran bromista a pesar de que sus primeros años no fueron felices, convenció al bedel de su colegio para llevarse una calavera y varios huesos a casa. Los metió en la cama de su hermana Masha, y cuando Masha volvió de la escuela le dijo que tenían un invitado y que se había echado a dormir en su cama. Masha abrió las sábanas, vio aquello y se desmayó. La tía de Chéjov, horrorizada por el sacrilegio, enterró los pobres restos en el jardín. La anécdota me recordaba a mi propia infancia, cuando uno de mis terribles hermanos se metía en la despensa y esperaba pacientemente a que yo la abriera para poner cara de muerto. Yo se lo recuerdo para que se arrepienta, pero le vuelve a dar la risa. A los niños les sigue resultando difícil contar sus miedos. Lo que ocurre es que ahora los padres están vigilantes y, si falla el gusilú, llevan al niño al psicólogo. Hemos pasado de provocar miedo al niño a querer que no lo sienta nunca. Hace unos años, cuando se estrenó El sexto sentido, sentí que aquella historia estaba contada por alguien que, como yo, sabía lo que era dormir con la cabeza bajo las mantas. Salí del cine horrorizada ante la idea de que esa noche dormía sola. Pensé en marcharme a casa de alguien, pero, acostumbrada a que el miedo es algo inconfesable, me encaminé, brava, a mi piso de entonces, que tenía uno de los pasillos más largos que he visto en mi vida. Aún me avergüenza pensar que llegué a mi cuarto avanzando con la espalda pegada a la pared. Miré debajo de la cama para comprobar que no había ningún muerto, me metí entre las sábanas medio vestida y pensé: "A esto se le llama madurar, sí, señor". Los muertos dan frío. Ésa es la razón por la cual pienso que la película Déjame entrar ha elegido el mejor escenario posible: Estocolmo. Fui a verla el otro día. Por fortuna, no dormí sola. El protagonista de esta historia de miedo es un niño que no teme a los muertos, sino a los chulos de su clase, que se burlan de él, que le humillan. Una noche, nuestro pequeño sueco se hace amigo de una vecinita que huele raro, que está pálida como una muerta, que sólo sale de noche y nunca siente frío. Una vampira. La niña se convirtió en vampira a los 12 años y vive en esa edad eterna. Viaja de un lugar a otro del mundo junto a un hombre casi anciano, con el que mantiene una relación equívoca (tal vez de amor). El pobre hombre se ve en la enojosa situación de tener que degollar a transeúntes solitarios para llevarle sangre fresca a la niña vampira. La vecina vampira y el niño humillado se enamoran, y no cuento más porque ya perdí varios lectores el día en que conté (sin darme cuenta) el final de Match point. Espero que, dado mi buen comportamiento en estos años, dichos lectores me hayan sacado de la nevera (que es donde algunos lectores que practican la magia negra meten un papelito con tu nombre). Lo curioso, ya lo escribí una vez, es que cuando yo era niña los personajes malvados eran siempre adultos, hombres del saco, gigantes, monstruos. A través del miedo, nuestros mayores intentaban advertirnos de los peligros que nos acechaban si no éramos sensatos. Hoy abundan las historias en las que son los niños los que aterrorizan a los adultos. Da que pensar. De cualquier manera, Déjame entrar es una de las películas más poéticas que he visto en los últimos tiempos. Por la noche, nos dio para hablar un buen rato en la oscuridad: el miedo puede ser placentero cuando es compartido. Un camaforum. Sí, los niños miedosos suelen convertirse, con frecuencia, en adultos retorcidos.

Hay seres humanos que temen ser atacados por otros seres humanos. En Estados Unidos ése es un miedo nacional
Hoy abundan las historias en lasrrorizan a los adultos. Da que pensar

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