Secos, húmedos, demócratas y fascistas
Estar húmedo me parece más agradable que estar seco. Más placentero, menos rígido, tieso, duro o quieto. No se me había ocurrido pensar en lo seco y lo húmedo como lo democrático o lo fascista. Como dice Andrés Neuman, ese escritor húmedo y viajero por varios siglos: "A veces leer es demasiado fértil". Acabo de leer, con esa osadía que usamos los prudentes pero con la pasión por la fuga de los viajeros, el libro que Jonathan Littell dedica a uno de los más despreciables, inquietantes y cercanos fascistas que hemos conocido en este país de todos los demonios que llamamos España. Que también es, fue, y esperó que lo siga siendo, tierra de los antifascismos. No pienso pedir perdón por la demagogia. Ya sé que la sinceridad está entre lo kitsch y la demagogia.
Hay también mezquinos de izquierdas, mamporreros, malos poetas y, lo que es más fácil, malas personas
El inquietante protagonista del libro de Littell se llamó León Degrelle, el hijo belga que nunca tuvo Hitler. Un nazi, católico y nada sentimental, que vivió reverenciado por la España del franquismo. Aquí fue mimado, agasajado, publicado, fotografiado y aplaudido. Lo recordamos con su uniforme de las SS, su aspecto saludable, su arrogancia tiesa y su pasión por lo rígido. Una pasión que no está olvidada a juzgar por las fotos, los votos, los gestos, los triunfos y las formas de algunos de los europeos que hacen equilibrios con el disimulo de ser o parecer demócratas. También conozco mezquinos de izquierdas, manipuladores, mamporreros, malos poetas y, lo que es más fácil, malas personas. No me preocupan, casi todos están colocados y tienen preparada su salida como artistas entre la delación y la dilatación. Nunca llegarán a nada de Benet. Ni se les espera. Lo que me inquieta es la vuelta del espíritu rígido de los seguidores de Degrelle con uniforme de demócrata. Los tumescentes, resistentes, con priapismos de viagras, tiesos como una catedral católica, como un Alcázar de Toledo, como un invitado a las fiestas de Berlusconi.
La democracia, esa deseada, esa querida ausente tanto tiempo en nuestras vidas, felizmente se instaló entre nosotros con tal vigor que es capaz de soportar palabras tiesas, duras, cínicas y secas que pueda soltar por la boca un ¿demócrata? llamado Fabra. Asumo sus votos como si golpearan en nuestra razón, como si regresaran a mi memoria aquellos no olvidados cantos juveniles, aquellos himnos fascistas que no nos fueron ajenos: "La muerte del bolchevique, del holgazán". Perversos sueños de una Europa derrotada que triunfó entre nosotros. Así sea. España: un país sin partido de extrema derecha. Vale, seguimos el juego, nos engañamos, disimulamos y leemos a Flaubert, que nunca fue demócrata. Él también se equivocaba. Creyó que las palabras monarquía, república, democracia, serían superadas después del siglo XIX. No imaginó los fascismos del siglo XX. Ni la tibia decadencia del siglo XXI. Estamos secos. Que sed.
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