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EXTRAVÍOS
Columna
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Cerezo

Rudi, un rústico jubilado que vive en una pequeña localidad de la meridional región alemana de Algovia, es convencido por su esposa Trudi para que visiten a dos de sus hijos que residen en la trepidante Berlín. Nadie les ha invitado a hacerlo, pero Trudi sabe que a Rudi le han diagnosticado una peligrosa enfermedad terminal y, antes de que éste se muera, desea que se despida de sus hijos y nietos. Naturalmente, la inesperada presencia de ambos es tomada por sus ocupados descendientes como un insoportable engorro y no cejan de demostrarlo hasta que los frustrados ancestros deciden marcharse. Pero no regresan a casa, sino que deciden darse una vuelta por el mar Báltico, donde, mucho tiempo atrás, celebraron su luna de miel. Es, claro, por un empeño de la abnegada Trudi, que se ha sacrificado toda su vida para ahormar una familia, cuyas aristas proclaman su fatal disgregación. Nada, sin embargo, parece funcionar hasta que la súbita muerte sorprendente de Trudi provoca un luminoso cataclismo.

Tal es el arranque del filme Cerezos en flor (2008), de la cineasta alemana Doris Dörrie, que, hasta cierto punto, parodia la obra maestra del genial director japonés Yasujiro Ozu (1903-1963), Cuentos de Tokio (1953). La divergencia de Dörrie, respecto al melancólico modelo de Ozu, es la imprevista desaparición de Trudi, cuyo duelo deja a Rudi, por primera vez, verdaderamente a solas. Quizá, sin la experiencia de una soledad radical, sea imposible hacerse cargo de la propia vida y, sobre todo, comprender que el sentido siempre es algo que no es dado por los otros. Algo así debió atisbar el desconsolado viudo, porque, en aras de reconquistar el amor de su fallecida cónyuge, que adoraba la cultura japonesa y, en particular, la danza Butô, un minoritario producto sincrético que inventó el bailarín Hijikata Tatsumi (1928-1986) a fines de la década de 1950, parte para Tokio, intuyendo que sólo allí podrá beber los vientos de su desaparecida amada.

No sin perderse por un laberinto, el caso es que Rudi logra su propósito, aunque esta vez siguiendo a conciencia la luminosa estela que le ha trazado su siempre desapercibida Trudi. La primera revelación la tiene al asistir a la popular ceremonia japonesa de contemplar la floración de los cerezos; la segunda y definitiva, al demorarse con obstinación por ver sin niebla el volcánico monte Fuji, el más alto, el más hermoso y el más adorado del país, pero también, como se lo indica su maravillosa joven acompañante y guía, "un señor muy tímido".

Como muy bien lo expresa el poeta Îo Sôgi (1421-1502), uno más entre los que, durante siglos, han cantado en Japón la efímera flor del cerezo: "Qué larga espera / para caer tan pronto: / flor del cerezo". Lo leemos en Instantes. Nueva antología del haiku japonés (Hiperión), según la versión de José María Bermejo. Tampoco cabe impacientarse si se quiere sorprender la desvelada irradiación del monte Fuji. A la postre, hay que entregar toda una existencia para atrapar el instante revelador, cuyo fulgor repasa todas las costuras de una vida gastada sin vivir; o sea: sin amar. Hay que florecer, aunque sea preciso que el grano muera para que la semilla dé su fruto.

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