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Columna
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¿Y si...?

¿Y si el encanto de esta ciudad está en su tráfico, en sus botellones, en su imposibilidad de ir en bici, en no albergar Juegos Olímpicos, en carecer de grandes avenidas peatonales? ¿Y si lo realmente especial es esa diferencia con otras capitales, ese carácter indomable y canalla? Madrid, la ciudad sin identidad, está buscando acercarse a un modelo de metrópoli europea que jamás llegará a ser. El hechizo de las poblaciones, como en el de las personas, está precisamente en sus imperfecciones, en sus contradicciones, en su originalidad.

Desde hace años el Ayuntamiento insiste en hacer de pigmalión con Madrid, en transformar su gamberrismo, su espontaneidad, su incorrección política en moderación y civismo; en convertir esta villa en un espacio verde, vanguardista y amaneradamente europeo. Ahora, de repente, hay que ir en bici. Algunos políticos intentan contagiarnos un absurdo complejo por no asemejarnos a Ámsterdam o Barcelona. Hoy parece que pedalear resulta el paradigma de los nuevos tiempos, de la vida sana, del compromiso climático. Los programas electorales incluyen kilómetros de carril bici como queriendo envolver con esos metros de cinta roja el resto de sus vacuas promesas. Madrid no tiene cultura, espacio ni paciencia para el ciclismo y no pasa nada. Nada.

Madrid no tiene arreglo. Es un lugar imperfecto que no remodelarán las tuneladoras

Esta villa nunca será tan paseable como París y eso tampoco la desmerece. La peatonalización de las calles y el ensanchamiento de las aceras, sin embargo, es hoy una prioridad urbanística aun a costa de colapsar el tráfico. El transeúnte es el nuevo modelo de ciudadano ejemplar, como el ciclista. Y mientras se demoniza al automovilista crece un desmedido sentimiento paternalista hacia el motero. Los carteles luminosos de la M-30 les aconsejan prudencia al tiempo que, a los conductores de cuatro ruedas, se les pide consideración con el motorista. Cuantos menos cilindros explotes más posibilidades tienes de llevarte la medalla al madrileño del mes.

Por aquí cerca está el Retiro, la Casa de Campo, El Pardo y un montón de parques donde encontrar naturaleza, silencio y reposo. Sin embargo, se lleva la plaza artificial. Se demuelen utilísimos aparcamientos o lugares de improvisado esparcimiento para construir ridículos miniparques infantiles o gimnasios geriátricos al aire libre, explanadas de cemento y árboles raquíticos donde cagan los perros y huyen las sombras. Recintos vetados a los balones y los monopatines. La ciudad se está convirtiendo en ese viejo arquetipo de salón acicalado e impoluto, perfecto e inservible, siempre cerrado esperando a las visitas.

El Madrid de la movida era más oscuro, más pobre, más sórdido. Sin embargo, ése fue un Madrid confeccionado por los ciudadanos, no por los políticos. Una capital irreverente, espídica y suicida, insomne y peligrosa, caótica y real, arriesgada e impredecible, sincera y provocativa. Un lugar que no miraba a ningún otro, una metrópoli sin espejos, sin prismáticos ni retrovisores. Madrid no tendrá nunca un bello río como Roma, ni será grata con los ancianos, ni con los niños, ni con los deportistas domingueros. Otro Madrid se ha inventado a las afueras, poblaciones paralelas con mirlos, barbacoas y CO2. Pero el corazón de esta ciudad seguirá latiendo acelerado y desacompasado, víctima del colesterol del tráfico y de la alta tensión de los garitos. A esta urbe no la cambiará, ni debería cambiarla, el marcapasos de unos Juegos Olímpicos, ni de las leyes de cierre de los bares a las tres de la madrugada, ni de las brutales sanciones por aparcar en doble fila. Las tascas seguirán oliendo calamares, los callejones a orín, los funcionarios a humo.

Éste es un lugar imperfecto que no remodelarán las tuneladoras, ni los rascacielos, ni la nueva imagen corporativa del Ayuntamiento. Esta urbe no tiene arreglo. Menos mal. Que nadie intente ponerle parches, hacerle liftings, pasarle el fotoshop. Hay muchos aspectos mejorables, Madrid es más influyente, más bella, más vivible hoy que hace treinta años, es obvia la necesidad de una modernización, pero sin alterar su identidad, su no-identidad, sin disfrazarla de Berlín, de Londres o de Nueva York. Asumamos sus carencias y apreciemos el encanto de la diferencia. Y quien no lo consiga puede estar tranquilo; lo bueno de Madrid es que, igual que no pregunta cuando llegas, tampoco pide explicaciones si te vas.

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