Irujo funde a Olaizola
El de Ibero impone físico y pegada para ganar su tercer Manomanista
Al alegre son de la dulzaina arrancó, eléctrica, frenética, la final del Manomanista, y a cañonazos la despachó Juan Martínez de Irujo, cuya exuberancia física permitió acabar aplastando a un rival, Aimar Olaizola, que ofreció más resistencia de la que reflejó el marcador (12-22), injusto, por abultado, con el espectáculo que ayer presenció el Atano III. La final, eso sí, duró lo que le duró el fuelle a Olaizola, que se desfondó tras el demoledor 12-15. Y fue una pena, porque hasta entonces el partido transitaba, enorme, camino de la antología pelotazale, con el marcador prieto, las gradas taquicárdicas y, en la cancha, dos titanes enzarzados en una batalla descomunal. Dos colosos que, lejos de refugiarse en las virtudes propias (el juego al bote Aimar, el juego de aire Juan), accedieron a pisar, orgullosos, altaneros, el territorio del rival, decididos a expropiarlo. Así, lo mismo el de Goizueta restaba (con tino) de volea o se defendía (profundo) de sotamano que el de Ibero, el más iconoclasta del cuadro, jugaba al bote como el más académico campeón. Colisionaban dos pelotaris en su plenitud que, más que un tercer cetro, lo que realmente ansiaban era el trono de la pelota, erigidos de un tiempo a esta parte en únicos pretendientes legítimos.
Los dos pelotaris accedieron a pisar el territorio de su rival
La final duró lo que le duró el fuelle a Olaizola, roto tras el 12-15
Tras el 2-0 inicial, Irujo, prietos los puños, tensas las venas, celebró el 2-2 como si del último tanto se tratara. Un largo trecho le separaba aún del cartón 22. Los abrazos en el marcador se sucedían, para alborozo de la cátedra. Sin más errores que los forzados por el fuego enemigo, a un tanto monumental de Aimar, superior en los cuadros delanteros, artista como es, replicaba Juan con algún sotamano enciclopédico o algún pelotazo insólito, vigoroso como pocos. No sólo los puros echaban humo en el Atano III, también las palmas, cuyo calor derretía los hielos de los combinados.
De Irujo fue la primera renta consistente (5-8). La amasó a base de torpedear a Olaizola, pero le traicionó su sobrevenida pretensión artística: cada vez que quiso adornarse en la suerte final, el tanto cayó del lado de Aimar, que alcanzado el ecuador emitía ya síntomas de agotamiento. Le delataban los tiempos muertos que solicitó, y los que improvisó. Irujo, pletórico de piernas, le iba fundiendo a ritmo rápido.
Los acontecimientos se precipitaron tras el 9-14. Olaizola se anotaba un tanto tan bello como angustioso (10-14) e Irujo, enrabietado, estampaba la pelota contra la lona, antes de encararse, desafiante, con el juez de cancha. Como quiera que, acto seguido, le dieron por malo un resto (11-14), entró en cólera, clavando sus ojos, furia a duras penas contenida, en el árbitro. Y como quiera que Aimar anotó el 12-14 de saque, sus seguidores se frotaban las manos: a Irujo, tan volcánico él, tan ciclotímico, tan indomable, se le habían cortocircuitado los cables, las manos y las ideas, lo que en tantas otras ocasiones le condujo al desastre. Pero nada de eso ocurrió ayer. Resultó que Juan encaró la adversidad con un tesón numantino y conquistó un tanto tan interminable que acabó con las reservas de Olaizola, escaso de ritmo y fondo tras haber jugado un único partido en el torneo. Y allí, en todo lo alto, murió la final, fabulosa pero no antológica. Aimar ya no levantaría cabeza, literalmente fundido por Irujo.
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