Cárcel
La imprecación de un político mediterráneo sobre el deseable encarcelamiento de periodistas de este diario porque aquí tiene su asiento la información (y los antecedentes) de un caso que implica a correligionarios suyos actúa sobre la memoria de muchos como un revulsivo que atrae imágenes que no son tan lejanas. A la cárcel, ahí es nada; ni la magdalena de Proust tiene tanto efecto sobre la memoria de la gente como la palabra cárcel.
Fue un accidente verbal, dijo luego el político, él no quiso decirlo, se le escapó. Los accidentes verbales son como los accidentes geográficos: se salvan, se explican, pero ahí están, desafiando con su contundencia las llanuras o las costas. Y están ahí con la solidez de los sueños, o las pesadillas, que estudiaba Freud. Hace una semana coincidían aquí, en este diario, dos columnistas, Enric González y Juan José Millás, en la invocación del maestro del psicoanálisis para hablar de esta atmósfera que estamos viviendo.
Freud tendría que venir, o algún sucesor suyo, para estudiar a fondo accidentes verbales como aquel. Hace años, doce exactamente, un correligionario del político mediterráneo juzgó que, como el Pisuerga pasaba por Valladolid, que fue su tierra, y este periódico le caía regular, había que tratar de encarcelar a su dueño, y a algunos de sus directivos.
No fue una ocurrencia, ni un lapsus verbal; hubo mucha gente dispuesta a palmear su propósito; hubo incluso leyes para arruinar al empresario; y hubo un juez, luego condenado por prevaricador a propósito de su trabajo en este caso al que aludo, que casualmente estaba en su sitio cuando llegó la denuncia basada en argumentos fabricados por encargo del político que había pasado por Valladolid.
El empresario subió y bajó escaleras de los tribunales con la mano en el carné de identidad, y ni él ni otros fueron a la cárcel porque al fin no se cumplió el deseo vociferante de los que aplaudieron aquella persecución. Hubo un diario que publicó, antes de que el proceso se iniciara, un cuaderno de bitácora al final de cuyo recorrido estaría, por lo menos, la cárcel o el conveniente despojo. Era más que un decálogo: era un mandamiento.
Entre las escenas de aquel escarnio hubo algunas en las que el denunciante y el juez se juntaban, se supone que para tomar gin-tonics en silencio. La prensa entonces, como ahora, miró de soslayo; escuchó la palabra cárcel y le costó mucho decir lo mismo que dirían si la cosa hubiera ido con ellos.
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