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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Tres chutes de Valle

Marcos Ordóñez

En el Valle-Inclán honran al Patrón con su retablo último. Una parte, claro, la que siempre suele darse desde los tiempos de José Luis Alonso: Ligazón, La cabeza del Bautista y La rosa de papel. Faltan, para no hacer la velada fatigosa, los esperpentos del ciclo que rara vez se ponen: El embrujado, pieza autónoma por extensión, y Sacrilegio, que sólo he visto incluida por José Luis Gómez, allá en 1995, cuando inauguró la Abadía.

Tres chutes, pues. Siendo justos, dos y algo. El primero, de agua encantada y sangre fresca; de Fundador y Peckinpah el segundo. El tercero me temo que se queda un poco en piula mojada en poppers. Tres esperpentos que acaban en epifanía: una conjunción vampírica y dos amores locos post mortem. Ana Zamora, nacida para cantar madrigales con vihuela, arma y firma Ligazón. Muy respetuosa, hace recitar las acotaciones. "A la vera del tapial, la luna se espeja en las aguas del dornil donde abrevan las yuntas. Sobre la puerta iluminada se perfila la sombra de una mozuela. Mira al campillo de céspedes, radiados con una estrella de senderos...". ¡De nuevo el regalo de ese fraseo, brincando, acariciando, sorprendiendo siempre! ¡Se te llena la boca de fruta fresca, aquellos melocotonazos de la infancia, que creías irrecuperables! Y luego el diálogo del afilador y la mozuela timándose entre sombras: alto voltaje. Ligazón es la anticipación bárbara de Me enamoré de una bruja, una bruja joven, libre y lúcida: "Con una gargantilla aún no ciego, y antes me doy a un gusto mío para perderme".

Tres esperpentos que acaban en epifanía: una conjunción vampírica y dos amores locos

El doble triunfo del episodio de Ana Zamora es la atmósfera y el placer del texto, que llega diamantino, a ratos un poco redicho, a ratos con inusitadas síncopas. Jean-Guy Lecat firma las tres escenografías, que no pueden ser más distintas, y Albert Faura hace virguerías con la luz. En el centro, el rectángulo iluminado de un estanque. La claridad sube como un vaho, un mosaico de reflejos; agua que mutará luego en bola adivinatoria. Un telón dorado de fondo. Cortinas bajas de gasa, como celajes de un sueño. Iluminación cenital y de candilejas. Música entre renacentista y Harold Budd. Exquisitez, gran cuidado de todos los elementos. Imágenes, juegos: el faro del afilador, que es claro de luna y hace crecer las tijeras, chinescas, sobre la falda de la mozuela, y luego pura silueta de cartón el bulto del asesinado. La mozuela es Elena Rayos, sensual y poderosa. Gestos dislocados, un poco a lo muñecona de Tim Burton. Gloria Muñoz, colaboración de lujo, es La Raposa: muy Tatula, la Tatula de Divinas palabras. La Ventera (Manuela Paso) está demasiado gesticulante para mi gusto, pero relumbra, como doña Gloria, cuando recita -o salmodia- las didascalias. De los cuatro, sin embargo, el que mejor clava y comunica es Iñaki Ritarte, afilado afilador. Radical cambio de tercio para La cabeza del Bautista: Alfredo Sanzol convierte el figón de Don Igi en La taberna fantástica de Sastre. Cortinas de bolillos, fluorescentes altos, billar al fondo. Faltan tiras atrapamoscas, moscas Peckinpah: el viejo Sam babearía con esta enfebrecida balada de amor y muerte. Un grupo de horteras con fular grasiento y tacón cubano cantan y bailan Limón, limonero: pedazo coreografía. Y luego Españolear y Gibraltar español. Ahí nos pasamos de subraye, don Alfredo: con el inmarcesible clásico de Henry Stephen ya teníamos tono y época. Se esfuman Pablo Vázquez, Paco Déniz, Ángel Burgos, Javier Lara, estupendos actores con poco papel. Es que La cabeza es cosa de trío: Don Igi el Indiano, la suculenta Pepita y el Jándalo, que regresa para esquilmar y morir. Extrañas transustanciaciones: Juan Codina, un expresionista nato, interpreta a Don Igi como si Saza se hubiera metido en el pellejo de Robert Crumb, no les digo más, es algo de pasmo. Y Lucía Quintana, como si se le hubieran metido dentro las tres hermanas Hurtado con un trasluz de Beatriz Carvajal. Muy vivaz, muy graciosa, y muy maciza, todo hay que decirlo: Pepita ha de ser un cacho tía para alelar al Jándalo, que Juan Antonio Lumbreras, todo espuelas y bigote, encarna (transustanciación tres) como Tomas Milian redivivo. Volviendo a la rechula Lucía, tenía yo mis dudas. Está mondante como caricatura de maggiorata pero, me preguntaba yo, a ver cómo dará el salto a la locura pasional y vaya si lo da. Hay que verla y oírla cuando aúlla "¡Flor de mozo! ¡Yo te maté cuando la vida me dabas! ¡Quiero bajar a la tierra con este cuerpo abrazado!". Ni Jennifer Jones, que también era bajita, en Duelo al sol. ¡Ah, esa mujer fatal perdiendo el oremus en brazos del fiambre recién apiolado! Parejísimo al éxtasis de Simeón Julepe en La rosa de papel, al ver tan pimpante a su coima con los atavíos funerarios. Salva Bolta cierra la velada con un desparrame verbenero: no hacía falta extremar así ese material. Debería tener un pie bien clavado en la verdad del sainete (y el otro en la locura, vale), aunque para colocar las réplicas con ritmo y naturalidad hay que haber frecuentado esa escuela. Como director muestra un indudable talento a la hora de construir imágenes de impacto, pero Valle no requiere esas jaranas: le basta y le sobra con que sirvan sus palabras. Arranca ya La rosa demasiado arriba, todo muy gritado, muy de chafarrinón. Demasiado paródico, en una palabra: da la impresión de que se están coñeando un poco del asunto, y no lo merece. Lecat le ha diseñado una bombonera claustrofóbica, y Floriana (Nerea Moreno) entra en plan Traviata, con aspavientos de cine mudo, como si estuviera haciendo La muerte de María Malibrán: más tarde, en su lecho de muerte, lucirá corpiño y medias de cabaretera del Oeste. Marcial Álvarez, con el torso desnudo como el perrico de Divinas palabras, parece entregarse a una despendolada imitación de Juan Diego. Hay un tráfago de comadres vestidas de siniestras (Paula Soldevila, Mariana Cordero, Cristina Fenollar, Helena Castañeda), mucho petardeo y muy poco sentimiento, al menos en la parte que yo vi: se me escapaba el avión y me perdí el tranco final. Si el pabellón subió luego, gustoso me la envaino. -

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