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Columna
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Valencia como hipótesis

La magnitud de la crisis económica puede estar ocultando un progresivo desplazamiento del eje izquierda/derecha en España que va mucho más allá de la actual coyuntura. Desde el derrumbe de la UCD y hasta mediados de los noventa era el PSOE el partido llamado a ejercer el gobierno. El PP apenas sí podía aspirar a ejercer una modesta oposición que se compensaba con su poder en algunas plazas fuertes, entre ellas Galicia. Pero la primera victoria de Aznar signó un profundo cambio: las clases medias españolas se mantienen leales desde entonces al proyecto conservador.

Ese partido ha sabido crear una constelación de medios de comunicación que, perdida la vergüenza de la derecha por su complicidad con el franquismo, han conseguido unificar su base social en torno a un núcleo ideológico fuerte: la unidad de España al estilo borbónico -un Madrid fuerte y unas provincias oscuras-, la movilización de la derecha religiosa y la defensa doctrinaria de la libertad de mercado vista con los ojos de Milton Friedman y tarareada a la manera de Hayek. La derecha no ha hecho más que modernizar sus ítems de toda la vida, pero con gran éxito de crítica y público. Tanto, que si el PSOE hubiese escogido a Bono -la versión de izquierdas del castizo populismo español- es sobrecogedor imaginar dónde estaríamos hoy.

El PSOE tendrá que reconstruir relaciones de confianza con los partidos nacionalistas

La geometría de España es hoy bien distinta de la que fue en los años de Felipe González. El PP está ya en un práctico equilibrio con el PSOE al sur de Madrid. Andalucía sigue siendo el granero de votos de los socialistas, pero las distancias se han acortado considerablemente. Madrid y Valencia son hoy emblemas de los conservadores. Las antaño capitales de la República son hoy verdaderos agujeros negros de la izquierda. ¿ Y al norte? Al norte se juegan hoy dos gambitos que tienen por objeto la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán y la cada vez más cercana derrota de ETA, con la posterior recomposición del mapa político vasco. Nadie que haga política en España con visión de futuro puede dejar de hacer ejercicios de imaginación sobre el tablero resultante.

No es fácil que el PSOE pueda aspirar a seguir siendo el partido que en mayor medida representa a España. El pacto con el PP en Euskadi y la dificultad de encajar los intereses catalanes en la nueva financiación autonómica ponen piedras en su camino. No hay ni que decir que la ausencia de un discurso federal explícito le concede la iniciativa a una derecha que no tiene prejuicios a la hora de agitar todos los fantasmas del ¡se rompe España¡ con la mayor de las demagogias. Así que es probable que nos situemos en un escenario en el que los conservadores sustituirán al PSOE durante una larga fase como el partido con más posibilidades de ejercer el gobierno. Con, eso sí, presumiblemente un doble rostro: el de la derecha radical madrileña y el de un Rajoy -o quien le sustituya- más moderado, obligado a pactar con PNV y CiU, que tal vez regresaran en sus lomos al poder.

¿Qué implicaciones tiene todo ello en Galicia? De entrada, hay que entender que, si las hipótesis que manejo son plausibles, el PSdeG se verá llevado por la polarización política española a dibujar con mayor precisión su perfil de izquierdas. Esto tal vez no gustará a los dirigentes del socialismo gallego, pero parece inevitable. Además, Galicia será más necesaria para el PSOE. Con una relación de fuerzas tan justa entre los dos grandes partidos cada voto contará. Eso también significa que el PSdeG no podrá practicar lo que Manuel Fraga y Francisco Vázquez promovieron en el pasado: una especie de alianza tácita que tenía por objeto la clausura del espacio político a los nacionalistas. Para romper la hegemonía del PP el PSOE tendrá que reconstruir relaciones de confianza con los partidos nacionalistas que no presenten un desafío al Estado.

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Otra posible implicación es una progresiva "valencianización de la política". Por ello entiendo la aparición de una nueva hornada de conservadores con mentalidad y ansiedades de nuevo rico. Gentes que necesitan afirmarse a sí mismas en su nuevo estatus contra todo signo de identidad del país, empezando, como es lógico, por un idioma que les sigue pareciendo impropio de gentes con dinero y buena posición y al que ahora pueden acusar, con buena conciencia importada de los ideólogos del nuevo nacionalismo español, de ser impuesto por separatistas. En su imaginario, una Galicia sin proyecto propio: una costa edificada hasta la extenuación, turismo y balnearios en el atlántico y, eso sí, pulpo y tortilla. El desorden y la brutalidad de ciertas zafias y nuevas clases medias, en definitiva.

Ahora bien, si no forma parte de nuestro afán crear industria, ni capacidad tecnológica, ni una clase política digna de tal nombre, ¿qué nos quedará? El horizonte se presenta feo si hemos de estar en manos de gentes cuya mayor preocupación en la vida es que no los confundan con la gente que trabaja.

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