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Columna
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La responsabilidad del presidente

Tal como están las cosas, sería muy oportuno que algún asesor ilustrado hiciera llegar al presidente de la Xunta unas conocidas reflexiones del ex presidente de la República Española: "El mayor desastre que puede cometerse en la acción es conducirla como si se tuviera la omnipotencia en la mano y la eternidad por delante. Todo es limitado, temporal, a la medida del hombre. Nada lo es tanto como el poder". (Manuel Azaña. La velada en Benicarló)

Tales reflexiones de Azaña vienen al caso porque es un dato incontrovertible que desde que Núñez Feijóo ostenta posiciones de poder, primero en el PP y ahora en la Xunta de Galicia, se han roto los principales consensos políticos y sociales sobre los que se asentó nuestro sistema autonómico, al mantenimiento de los cuales se limitó la imprescindible confrontación democrática, y en cuyo contexto se produjeron las sucesivas alternancias en el poder.

Con Núñez Feijóo ha sido imposible pactar un nuevo Estatuto y se ha roto el consenso lingüístico

Con Núñez Feijóo fue imposible reeditar el consenso que dio vida a nuestro Estatuto de Autonomía con el fin de abordar su necesaria reforma, causando así un grave daño a Galicia por el que se pagará un alto precio; sin ir más lejos, en la próxima negociación sobre financiación autonómica. Con el actual presidente de la Xunta se rompió el consenso lingüístico que había funcionado razonablemente bien desde hace más de veinticinco años, consenso plasmado en la Lei de Normalización Lingüística y en el Plan Xeral de Normalización, ambos textos elaborados y aprobados unánimemente bajo gobiernos con mayoría del PP. En el primer caso (Lei de Normalización) con un gobierno presidido por Fernández Albor y en el segundo (Plan Xeral de Normalización) con un gobierno encabezado nada menos que por Fraga Iribarne.

Comprenderá Núñez Feijóo que es mucho romper, y comprenderá también que, a la luz de nuestra historia reciente, recae sobre él, y sólo sobre él, la responsabilidad de provocar un incendio cuyas llamas amenazan con abrasarnos a todos. Así pues, el presidente de la Xunta está obligado a reconducir la situación e impedir un enfrentamiento ciudadano en torno a cuestiones de semejante magnitud, confrontación de imprevisibles consecuencias si se considera la dimensión política y emocional que contiene.

No parece que, desgraciadamente, sea esta la intención del Gobierno gallego. En efecto, la respuesta de la Xunta por boca del conselleiro de Educación y del secretario general de Política Lingüística a la manifestación celebrada el domingo en Santiago en defensa del idioma gallego no puede ser más desoladora: mantener la consulta a los padres sobre el uso de la lengua en la enseñanza y no descartar la segregación por idioma en las aulas. Naturalmente, ambos responsables políticos saben perfectamente que tal pretensión es irrealizable. Y, entre otras razones, esa aporía es la que fuerza a concluir que el derecho de los padres tiene también unos límites, y que no es posible que el sistema educativo público haya de hacerse cargo de determinadas exigencias.

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El presidente Feijóo puede intentar desvirtuar la realidad recurriendo a su arsenal de eufemismos y filigranas semánticas, pero es evidente que la gente percibe, con razón, que el actual gobierno hizo y hace concesiones de fondo a los sectores más ultramontanos y que su política representa una involución en la defensa de nuestro idioma. Es bastante revelador al respecto que el propio Feijóo tenga que llamar al orden a sus conselleiros y altos cargos para que se expresen en gallego en los actos oficiales e institucionales. Algo que no tiene precedentes con ninguno de los anteriores gobiernos.

Por eso la manifestación del domingo en Santiago, a sólo dos meses de unas elecciones, fue la mayor demostración cívica de la sociedad gallega desde la realizada en diciembre de 2002 con motivo del Prestige. Si en tales circunstancias, el presidente no comprende que nos encontramos ante un grave problema, aviados estamos. Me permito, pues, recordarle a Feijóo que la principal virtud de un gobernante es la responsabilidad, y que en democracia no vale todo, incluido el juego sucio y el deterioro del sistema democrático, con tal de llegar y de mantenerse en el poder. El que avisa no es traidor. Por eso no me resisto a repetir las palabras con las que Marx terminó su Crítica al programa de Gotha: "Dixit et salvavi anima meam" ("Dije, y salvé mi alma").

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