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Columna
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Ojos ciegos

Una de las mayores falacias del liberalismo es la siguiente: el individualismo promueve la diversidad y, así, la libertad. En efecto, se piensa que permitiendo a cada cual responder de sí mismo y de nadie más, todos y cada uno de nosotros tendríamos más libertad para hacer lo que nos viniera en gana o ser de la manera que quisiéramos. Pero esto es falso. Quizás sea la más triunfante de las mentiras. Junto a ella toma un nuevo cariz la célebre frase del oráculo de Delfos: "Conócete a ti mismo". En la Grecia clásica, esto significaba "conoce tus derechos y obligaciones como ciudadano". Ahora, significa "aprende a saber quién eres", y nos subraya nuestra particularidad, nuestra genuina existencia, lo diferente que somos a todos los demás. Todo muy bonito, todo como si la vida fuera una fábula de Paulo Coelho, pero absolutamente falso.

La única manera que tiene el ser humano para poder saber quién es pasa por su relación con los otros seres humanos. Una soleá de Abel Martín, que inspiró y de qué manera toda la metafísica de Antonio Machado, rezaba así: Mis ojos en el espejo son ojos ciegos que miran los ojos con los que veo. Es sencillo: no nos podemos ver a nosotros mismos, nuestros ojos no alcanzan a vernos. Nos miramos en los ojos de los demás. ¿Qué sucede entonces? Ni más ni menos: nuestra mirada está condicionada de deseo, de deseo de ser alguien, que no es diferente del deseo de ser cómo alguien ¿Y cómo quién? Pues no han cambiado estos deseos desde nuestra niñez: gente de éxito. No hace tanto, eran las biografías de santos, ahora son las de deportistas y artistas famosos. Pero nada ha cambiado. Nuestra sociedad nos vende modelos de personalidad, valores que emular. Las consecuencias son lógicas: que nuestros ojos sólo vean personas de éxito para así nosotros imaginarnos como bendecidos por sus carismas.

Si en el anverso están los santos y famosos, en el reverso están los monstruos. El monstruo se define por ser alguien mostrado, y por compartir con el público al que se exhibe rasgos exagerados o que se tienen por impropios del ser humano. Así, la mujer barbuda y el jorobado. Todos tenemos un poco de barba y todos un poco de joroba. El monstruo exagera el rasgo o lo coloca donde no lo esperamos. Como individuos, el público se congratula de que estén encerrados, que no compartan asiento con ellos. Si escaparan del circo y tuvieran derecho a compartir con el público lo que éste quiere ser, los espectadores tratarían de esquivarlos: no querer mirar lo que también somos.

Nuestras ciudades han organizado el espacio de tal forma que este deseo tan humano como mezquino se haga realidad. El ocio se ha ordenado en lugares donde no se vende comida, música o deporte; sino diferenciación social. Sabemos qué gente nos vamos a encontrar en tal o cual discoteca, en tal o cual restaurante. Y vamos allí no porque nos interese la oferta musical o gastronómica, sino para estar rodeados de un paisaje social que nos diga quienes somos realmente.

Pondré dos ejemplos. El primero es lo fácilmente que censuramos a la gente en paro de disfrutar de su tiempo libre. Desde que la clase social se define por el trabajo, a quienes están desocupados les tratamos de impedir que formen parte de nuestros lugares de entretenimiento. No tiene trabajo, ¿pues qué hace aquí que no está buscando empleo? Este recurso aparece en los lugares donde el dinero o la ropa no hacen la selección natural. Quizás no es tan contundente, pero es igualmente efectivo. Consigue el mismo objetivo: quienes no tienen trabajo y dinero son alejados de los lugares donde la gente se busca a sí misma.

El segundo ejemplo no es tan habitual como el primero, pero es actual. Un grupo de chavales con síndrome de Down fue desterrado de una discoteca. Sin comentarios. Sólo quisiera saber qué sentido tiene esto si no exiliar a los que son como uno mismo y no queremos que lo sean, qué sentido, si no es evitar que nuestros ojos nos vean como lo que no queremos ser y realmente somos.

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