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Columna
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Castilla del Pino y Torrente

El 15 de mayo falleció en Córdoba Carlos Castilla del Pino. Don Carlos, como con cariño le llamaban en su ciudad, es autor de una obra excepcional en la cultura española tanto por su originalidad y vigencia como por su amplitud y extensión. Quizás a ello no sea ajeno un proyecto infantil, narrado como propio de Onofre, personaje de un texto de Carlos que dice así: "Mi tiempo es mi vida, y no puedo adoptar una actitud frívola ante aquél porque me es imposible adoptarla frente al hecho de vivir yo. Al recordar cómo se expresaba esta preocupación en etapas anteriores de mi existencia, ha salido a escena un tipo de actividad que realicé en mi primera adolescencia. Se trataba de adiestrarme a hacer el mayor número de cosas simultáneamente, de forma que entonces la vida mía resultaría multiplicada por el número de cosas hechas: si había vivido setenta años, en realidad yo habría vivido setenta por seis, si es que llegaba a hacer seis cosas al mismo tiempo".

Iniciaron su amistad en Ferrol en 1947, cuando el cordobés cumplió allí sus seis meses como alférez

Onofre fracasó en su intento, pero don Carlos no, porque en su obra es fácil reconocer, al menos, seis voces, seis Carlos Castilla. El primero es el psiquiatra, el clínico que en más de sesenta años de profesión ha tratado a unos doscientos mil pacientes. El segundo es el investigador, el teórico de la psiquiatría que ha construido una obra de extraordinario valor desde los estudios iniciales sobre la fisiología y la histología de la psique, hasta los grandes libros (Un estudio sobre la depresión, La culpa, El delirio, un error necesario, Introducción a la Psiquiatría, La hermenéutica del lenguaje, Teoría de los sentimientos) con su visión psico-social, es decir, cultural y antropológica, de la arquitectura del yo y, en consecuencia, de las manifestaciones patológicas de la personalidad.

El tercer Carlos Castilla es el escritor de una personalísima obra literaria, compuesta por una novela Una alacena tapiada, un texto pseudoficcional, el ya citado Discurso de Onofre, y dos tomos de una autobiografía paradigmática en el género: Pretérito Imperfecto, referido al periodo entre 1922 y 1949, y Casa del Olivo, al que media entre 1949 y 2004.

El cuarto don Carlos es el maestro en sentido académico. El profesor vocacional al que, tras serle usurpado por la iniquidad de la dictadura el puesto que le hubiera correspondido en la carrera universitaria, consiguió desarrollar su magisterio en el dispensario de psiquiatría de Córdoba y en los cursos de verano de San Roque.

Pero tras ese Carlos Castilla está el quinto, el maestro divulgador que ha ampliado el círculo del conocimiento social de la psiquiatría y de los problemas de la psico(pato)logía a través de conferencias y artículos que han llegado e interesado a amplias capas de la sociedad española.

Por último, hay un sexto don Carlos, al que podríamos calificar de maestro cívico, ése que, desde su autoridad, nos hizo reparar en cuestiones acuciantes que a todos nos comprometían. Como muestra, dos ejemplos: Enrique Ruano, aquel joven antifascista, suicidado por la policía en 1969, al que Carlos trataba y para cuya causa trabajó hasta el esclarecimiento de la verdad. Otro es un artículo de 1973, Apresúrese a ver Córdoba, que ya alertaba entonces de la acelerada e impune destrucción de nuestro patrimonio urbano.

El 29 de enero de este año, Carlos Castilla asistió en el cementerio de Serantes a la conmemoración del décimo aniversario de la muerte de Gonzalo Torrente Ballester. Carlos Castila inició su amistad con Gonzalo Torrente en Ferrol, en 1947, cuando lo destinaron a cumplir los seis meses como alférez que culminaban su servicio militar. Desde entonces, Carlos amaba Galicia. Hace algo más de tres meses, volvió a recorrer la playa de Valdoviño y el cabo Prior, a contemplar el océano, a disfrutar de la imponente soledad del castillo de San Felipe, todos espacios que formaban parte de su imaginario personal. A los que lo acompañamos entonces nos consuela pensar que en estos últimos días los dolores de su enfermedad hayan podido ser aliviados por el recuerdo de las imágenes del mar de Galicia, tan querido para él como los extensos olivares cordobeses.

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