Retrato del artista como 'celebrity'
Hace una década, pocos hubieran dado una libra por el éxito internacional de un festival literario surgido en una pequeña localidad milenaria y provinciana del País de Gales. Lo que empezó en Hay-on-Wye, un pueblecito famoso por sus libros de segunda mano y su amable fotogenia de revista de viajes, se ha convertido en un fenómeno global con franquicias en Segovia, Cartagena de Indias, Granada y, próximamente, en Nairobi y Beirut. Un vehículo de comunicación de culturas, desde luego. Pero también un floreciente negocio -incluso en esta época de crunch crediticio- que ha motivado que sus organizadores reciban uno de los Queen's Awards para empresa de 2009, y que sus beneficios se hayan doblado en muy pocos años. El secreto de su éxito es simple, como el de todos los grandes negocios: Peter Florence, su director, supo darse cuenta de que en una época en que abunda la gente ávida de penetrar en la intimidad de los famosos, los escritores -ciertos escritores- no podían estar al margen de la curiosidad pública. Bill Clinton acuñó su lema más propagandístico cuando dijo que el Festival de Hay-on-Wye era el "Woodstock de la mente", una fiesta para el espíritu lector y amante del debate de las ideas. La fórmula se ha ido perfeccionando de edición en edición, pero su fondo permanece inalterable: una mezcla inteligente (pero previsible) de nombres que "suenan" -las celebrities literarias del momento-, equilibrio de diferentes culturas con mayor peso de la local, escenarios turísticamente conspicuos, patrocinadores deseosos de aprovechar el tirón, periodistas culturales (que también intervienen en los eventos), apoyo de los editores, público interesado (que paga por asistir a las sesiones), y un equipo organizador (mayoritariamente femenino) eficaz y entregado. Algunas celebrities -las más controvertidas: Martin Amis, por ejemplo- parecen haberse ganado el derecho vitalicio a la asistencia. Otras son flor de un día o de un libro. El pasado Hay Festival Alhambra (patrocinado por Mapfre como "socio principal") no se ha salido de esa norma impuesta por el "encuentro entre grandes mentes" y vanidades de distinto grado. Ni del éxito. Se habló mucho de literatura y de la edición independiente, y se regó el resultado con cerveza Alhambra, que también se apuntó al carro, y cuyo agrio aroma sepultaba a menudo el dulzón de los jazmines. Los periodistas confraternizaron con las celebrities (con unas más que con otras) y hablaron, como es de rigor, sobre el último periódico sobre la Tierra (ese que, por fin, todos se comprarán para dejárselo a los nietos). Se reafirmaron reputaciones literarias (Adonis, Seth, Pamuk, Amis, Djebar), se sobrevaloraron otras (Atiq Rahimi, el Goncourt más difundido en lo que va de milenio) y acudió a su cita con un público curioso y entregado una pequeña representación de novelistas, ensayistas y poetas españoles de, al menos, tres generaciones en activo. Hubo también música y danza más o menos étnicas, y artes visuales (Las Hermanas Brown, de Nicolas Nixon, y los retratos literarios de Grau Santos). Se distribuyeron cerveza y espirituosos para que los escritores y periodistas pudieran estimular su ingenio y alimentar su enfermedad profesional más recurrente. Y hubo un fin de fiesta notable en el delirante, enloquecido, fascinante marco de la Fundación Rodríguez Acosta (cuyos jardines pueden leerse como contrafigura a los del Generalife), que fue amenizado por un trío de estupendas (aún) no-celebrities, bautizadas rápidamente como The Malcolmettes, en honor del joven editor de Barral/Barril. Hasta el próximo Hay, que seguro que lo hay.
Peter Florence supo darse cuenta de que los escritores no podían estar al margen de la curiosidad pública
Ridículo
Vergonzantemente -lo que contrasta con el gritón triunfalismo con el que fue presentada su primera edición- se "aplaza por falta de subvenciones" Leer León, aquel pretencioso proyecto de la Administración Zapatero que pretendía dotar a la noble ciudad del Bernesga y el Torío de una feria del libro infantil y juvenil "de referencia" y capaz de competir "algún día" con Bolonia. O con cualquier otra del mundo mundial. Recuerdo el entusiasmo con el que mi añorada Carmen Calvo (que, por cierto, siempre mostró grandeza a la hora de encajar las críticas, al contrario que quien yo me sé y ustedes también) anunció la puesta en marcha de aquella "cita anual obligada" que venía a dar cumplimiento al "compromiso del Presidente con León". Allí estuvieron todos, en pos de una foto que ahora resulta patética. Y de falta de subvenciones, nada: me dicen mis topos en la Administración que Leer León contaba con 215.000 euros en los Presupuestos para 2009. Lo que pasa, señores y señoras, es que los caudales -subvenciones y patrocinios- hay que gastarlos bien. Y que los proyectos deben estar basados en contenidos, no en el humo del voluntarismo y del compadreo. Menos mal que León está por encima del ridículo, y que el sector de nuestra industria editorial que se ocupa de los libros para los más jóvenes goza de una salud a prueba de engendros como la feria en cuestión: con más de 10.500 títulos producidos en 2007 (¡último año del que se disponen cifras de comercio interior!) y una facturación de 330 milloncejos de euros, el subsector muestra tan buenas perspectivas que la desaparición definitiva de la feria de León tendría el mismo efecto que la de una espinilla en el rostro de Gargantúa. Quizás al circunflejo Presidente -ande yo caliente- le apetezca ahora crear en su tierra la competencia de la Buchmesse de Francfort. O, ya puestos, de Ford Knox o Disneyworld.
Proscritos
Levito, todo ojos en mi viejo sillón de orejas, mientras me sumerjo en la lectura de Go Down Together, de Jeff Guinn (Simon & Schuster), una doble biografía de los proscritos Bonnie Parker y Clyde Barrow, de cuya muerte se cumplen ahora setenta y cinco años. Hijo de un granjero arruinado, Clyde pasó de robar pollos y coches a asaltar estaciones de servicio y drugstores, para acabar siendo el terror de los bancos rurales. Bonnie también fue hija de la miseria y de la depresión, pero le dio tiempo a hacer un curso de escritura creativa y a publicar algunos relatos y poemas. Juntos fundaron la banda Barrow y lograron convertirse en iconos románticos de un tiempo de miseria, antihéroes lumpen que, se decía, desvalijaban a los explotadores para repartirlo entre los necesitados. A Bonnie le gustaba fotografiarse apoyada en el guardabarros de los coches robados, armada de revólver, fumándose un puro y marcando cadera en una sugerencia de liberación sexual. En alguna ocasión abandonó (para que fueran encontrados) algunos de sus poemas autobiográficos, que la prensa local publicó en primera. Como se contaba en la célebre película de Arthur Penn (1967, con Faye Dunaway y Warren Beatty), murieron en una emboscada a las afueras de Gibsland, Luisiana: por parte de la ley se dispararon 150 balas, pero a los malotes no les dio tiempo ni a apretar el gatillo. Desde entonces se celebra en la localidad un festival que lleva el nombre de los bandidos. En esos días acuden forasteros y aumenta el negocio.
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