Pitones de Birmania
Verídica o inventada una buena historia se impone sobre nosotros con la inmediatez de un relámpago, y una vez sumergidos en ella ya no querremos salir hasta saber su desenlace. Tendría que haberme puesto a trabajar en algo muy urgente y he perdido la mitad de la tarde porque he empezado a leer con desgana una historia y ya no he podido dejar de seguirla hasta el fin, quedándome con la imaginación sobresaltada por imágenes de bandadas de monos que invaden la gasolinera en una autopista y de serpientes gigantes de la jungla que avanzan sinuosamente por el césped de un jardín suburbano. Me he puesto a hojear un número reciente de The New Yorker y antes de que me diera cuenta y de que se despertara automáticamente mi mala conciencia laboral ya estaba echado en un sillón, dedicado a leer uno de esos artículos larguísimos de la revista en vez de hacer mi trabajo. He empezado porque me intrigaba el dibujo: un hombre en camiseta y bermudas riega su jardín mientras en los árboles cercanos acechan serpientes, iguanas gigantes, reptiles que parecen prehistóricos, gusanos de muchas patas. El artículo, escrito por Burkhard Bilger, parece una historia de JG Ballard, pero es un reportaje sobre las especies animales exóticas que están invadiendo Florida, especialmente la llamada, de manera inquietante, pitón birmana, que en estado adulto puede medir casi siete metros y pesar unos cien kilos, y que se puso improbablemente de moda como mascota hacia los años noventa. Por culpa de un huracán, en 1992, muchos animales salvajes escaparon del Zoo de Miami y de un almacén clandestino de reptiles tropicales dispuestos para la venta en el mercado negro. Muchos de ellos murieron de hambre o fueron atropellados. Un antílope asustado y solemne apareció en el vestíbulo de un edificio oficial. Monos turbulentos y voraces de Cachemira asaltaban los supermercados de las gasolineras o se entregaban a comilonas devastadoras en los invernaderos de tomates. Sólo mucho más tarde empezó a sospecharse que el problema más serio eran las pitones birmanas. Son capaces de tragarse vivo un caimán entero. Se comen una grulla y siguen digiriéndola mientras el animal moribundo les atraviesa los intestinos con el pico. No hay depredadores que puedan enfrentarse a ellas y nadie sabe calcular por ahora cuál es su número ni a qué velocidad se reproducen. El calentamiento global favorece la extensión de su territorio hacia el norte. Hacia finales de este siglo, si las temperaturas siguen subiendo, pueden llegar a Nueva York.
El reportaje ocupa nueve páginas de letra tupida de la revista, alguna de ellas sin ninguna distracción gráfica. Pero no sólo disfruto de la lectura: también de la tipografía tan característica, del tacto grato y familiar del papel. Al cabo de tantos años como llevo suscrito a ella, se ha convertido en uno de los hábitos más gustosos de mi vida de lector, y siempre me da tristeza desprenderme de un ejemplar. Claro que puedo consultarla en Internet, y que hay un estuche de cedés en el que están almacenados todos los millones de páginas de la revista desde su fundación en 1925. Pero no aspiro a tanto. Me da alegría cada vez que encuentro un número en el buzón. Me ha educado, me ha hecho compañía, me ha enseñado una cierta manera de leer y de escribir, de hacer literatura de periódico.
He tardado algo más de una hora en leer ese artículo sobre la fauna apocalíptica de Florida. Me pregunto cuánto tiempo tardaría en escribirlo Burkhard Bilger, cuántas semanas pasó en Florida, recorriendo pantanos en busca de caimanes y de pitones birmanas, conversando con biólogos, con cazadores de serpientes. Y también pienso en los editores que comprobaron la escritura y la veracidad de cada uno de los datos y la ortografía de los nombres, y en el dibujante magnífico que hizo esa ilustración sin la cual yo no me habría sentido tentado a leer la historia: tanto tiempo, tanto esfuerzo, tanto trabajo tan bien hecho, ¿quién puede medir su dificultad, la compensación justa que requiere para cada uno de los que han intervenido en él, todos los cuales han sido necesarios para que yo aprenda y disfrute tanto, postergando para más tarde mi propia escritura?
En los embarullados debates españoles sobre el porvenir del periodismo y la al parecer progresista gratuidad universal de los bienes culturales que propicia Internet tiende a olvidarse algo: la lentitud y la constancia del esfuerzo que requiere cualquier logro valioso; las horas, los días, los meses y años de trabajo, entregados siempre con una mezcla de obligación y devoción, por puro gusto de hacer algo que uno ama y también con la aspiración de ganarse dignamente la vida. Nada valioso ha surgido por casualidad ni por un juego de manos; todo lo que es más necesario, lo más elemental, lo que más damos por supuesto, lo que parece que nos viene dado con tal automatismo que ni le prestamos atención, es el resultado de un tesón que a veces ha venido prolongándose durante generaciones, pero que si se descuida se podría perder casi de un día para otro.
Estas ideas parecen tan vulgares que hasta da un poco de vergüenza enunciarlas. Hay un dicho inglés que las resume con un laconismo admirable, aunque también algo antipático: There is no free lunch. Aunque a veces pueda parecerlo, no hay almuerzo gratis. Todo cuesta, todo ha de pagarse de algún modo, ha de pagarlo alguien. La falta de respeto a los derechos de quien escribe, inventa, compone, interpreta cosas, es universal, pero en España yo creo que se acentúa más a causa de ciertas peculiaridades de nuestra democracia. La chusma política ha preferido halagar las formas más bajas de narcisismo en vez de la conciencia adulta de ciudadanía porque la demagogia es más rentable a corto plazo que la racionalidad. La educación, en vez de a alentar el desarrollo de las mejores capacidades de cada persona, ha consistido en boberío pedagógico mezclado con adoctrinamiento identitario. A un ignorante se le manipula con más comodidad que a una persona cultivada. En ninguna parte se ha explicado ni se explica que cada uno de los derechos que disfrutamos es una conquista que ha costado mucho y que es difícil y cara de sostener, y que puede igualmente perderse. Si se recibe algo, de algún modo hay que corresponder. Durante unos cuantos años hemos vivido en un delirio de gratuidad y de holganza que se sostenía sobre la pura nada, sobre los frutos de la especulación, el despilfarro clientelar de los sinvergüenzas de la política, pero aunque continúe por ahora la mascarada el despertar a la realidad ya está siendo muy amargo.
No habrá más remedio que aprender el valor y el precio de las cosas. Habrá que entregarse a la devoción por el propio trabajo y al reconocimiento del mérito de lo que hacen otros. Una buena revista no aparece por milagro en el buzón de un suscriptor o en el anaquel de una biblioteca pública. En vez de tanta palabrería, tanta chapuza, tanta excusa, cada uno tendrá que hacer muy bien algo, algo útil y sólido, combatir la multiplicación de las pitones de Birmania o escribir sobre ellas.
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