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Columna
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Las corsarias y la revista

El género teatral de la revista ha desaparecido debido quizás a ser un espectáculo teatral bastante caro por el número de personas que se movían en el escenario. Menos que una opereta o una zarzuela gozó de gran fama hasta poco después de terminada la Guerra Civil. Los ingredientes eran simples: una mujer de bandera, la supervedette, dos o tres vedettes de rango inferior, el galán, no siempre necesario, y la presencia de uno o dos buenos actores cómicos, amén del cuerpo de baile compuesto por docena y media de mujeres jóvenes. Jardiel Poncela definió a la corista como la bailarina que levanta la pierna izquierda cuando todas las demás alzan la derecha. A las revistas iban los hombres, la mayoría procedentes de pueblos, mucho traje de pana en las plateas.

Me gustaba el espectáculo y ver aquel muestrario de chicas jóvenes tan poco vestidas

En Madrid hubo cuatro o seis teatros de revistas, que recuerde, en mi adolescencia y juventud. El Martín, el Pavón, el Romea y, en ocasiones, coliseos dedicados a la comedia habilitaban las candilejas para este otro tipo de representación. Yo iba algunas veces al Martín, porque el padre de un compañero de colegio era el dueño o empresario, pero donde me encontraba más a gusto era en el Romea, que estuvo en lo alto de la calle de la Montera. La elección estaba fundamentada en que alguien me indicó la taberna donde se entregaban las entradas de la claque. En aquellos tiempos, en plena República, triunfaba como primadona de barrio Laura Pinillos, que no parecía muy alta, pero tenía oficio de sobra para encabezar el cartel. Lo compartía con dos cómicos muy celebrados: Alady y Lepe, éste con voz cavernosa y aire patibulario que hacía desternillarse de risa al respetable con sus ocurrencias que bordeaban los límites más alejados.

Me gustaba el espectáculo y ver aquel muestrario de chicas jóvenes tan poco vestidas, siguiendo mecánicamente las instrucciones del maestro de baile que les había metido en la sesera la no siempre fácil coreografía. Son recuerdos borrosos. Creo que la primera vez, instalado en la butaca que había casi detrás de una columna, vi cómo izaban el telón y la escena permanecía solitaria durante más de un minuto. La decoración simulaba un mesón de carretera, con tinajas, mesas de madera, bancos de lo mismo y un aire campesino evidente, contrariado por un enorme cartel donde se leía en letras mayúsculas: "HAY CAVIAR". Chocante oferta, explicada por la salida a escena de la actriz que desempeñaba el papel de criada para todo, una maritornes sin disimulo. A poco, el misterio quedaba aclarado. No servían huevas de esturión, sino que significaba las instrucciones para la encargada de la limpieza. "Hay que aviar", adecentar, poner en orden las huellas del día anterior.

Las situaciones y las letras eran descabelladas. Asistí a unas cuantas representaciones de una revista que tenía el sugestivo título de La camisa de la Pompadour y una letra cuyo ritornello me ronda la memoria estúpidamente: Decía: "La camisa rosa / es de ruborosa, / la camisa negra, sensual / es de vampiresa fatal... Pompadour, Pompadour, / por esta camisa / la corte sumisa / la tuviste tú". Aquel disparate era coreado, cantado y bailado por la compañía al completo, donde destacaba la siempre escultural megavedette, ceñida en un traje de lentejuelas, con una enorme pamela de plumas como si fuera bajo palio.

Coincidió más tarde con mi condición, durante tres o cuatro años, de redactor del diario Madrid, que me había encomendado una sección conteniendo elogios que iban de la media a la columna, según tarifa elegida. Ello me abrió las entrañas de todos los teatros madrileños y permitía deslizarme como un fantasma, provisto de papel y estilográfica, para inventar situaciones, frases ocurrentes y divertidas que podían haber ocurrido en el reino de la tramoya. Una bien observada discreción me permitió contemplar cómo se cambiaban de traje artistas tan bellas como las hermanas Daina y hasta Celia Gámez y, en el teatro de la Zarzuela, que representó muchas revistas, los infectos camerinos donde sudaban, orinaban en un cubo, se maquillaban y reían las alegres muchachas del conjunto. Yo era, para ellas, como el calendario colgado en la pared.

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Pues resulta que la revista Las Corsarias, que ha tenido un reciente y poco afortunado remake, la estrenó el maestro Alonso, en el teatro Martín, precisamente, el año 1919, el mismo de mi nacimiento. El pasodoble Banderita tu eres roja fue la música de fondo para casi un siglo. Ya ven qué cosas: 90 años, no es nada.

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