Años de tiza
Como el superviviente del campo de concentración que retorna todos los años al lugar de su horrible cautiverio, así, aunque con mayor frecuencia y mucho menor agravio, pasaba y repasaba yo por la calle de la Farmacia para contemplar los muros y sobre todo las ventanas del vetusto caserón en el que, bajo la tutela de los padres escolapios, me desasnaron durante más de una década con el reputado método de la letra con sangre entra, diverso manual de collejas y capones, bofetadas y tirones de orejas y patillas, de brazos en cruz y rodillas en el suelo. Con pantalones cortos era aún más doloroso el suplicio. Pero con el paso del tiempo hasta los malos recuerdos se diluyen en una agridulce jalea aderezada con el picante del humor sarcástico, colegial, o cuartelero, como en las evocaciones, afortunadamente en vías de extinción, de la mili, tan frecuentes en las veladas varoniles. El colegio de San Antón, abreviatura de Real Colegio de las Escuelas Pías de San Antonio, pomposa y anacrónica denominación del pedagógico establecimiento, vivió sus años verdaderamente trágicos cuando fue utilizado como checa, prisión de hombres nº 2, durante la Guerra Civil. Luego, en los primeros tiempos de la posguerra, los vencedores encerraron en ella a los vencidos antes de devolver el edificio a los escolapios y a sus nuevas e inocentes víctimas.
"Unos han nacido para obreros y otros para patronos", razonó uno de mis ilustres pedagogos
Aunque no muy proclive a las especulaciones esotéricas, he llegado a pensar que el colegio nació ya con mal fario, tocado por una maldición telúrica y geomántica, que dirían los parapsicólogos. Los padres escolapios heredaron a finales del siglo XVIII el edificio de un lazareto donde se aislaba a los afectados por un doloroso e infeccioso mal, una virulenta erisipela a la que bautizaron, a falta de diagnóstico más preciso, como el fuego de San Antón. Los escolapios heredaron de los antonianos el edificio, su leyenda y su nombre, lo derribaron y lo reconvirtieron en colegio. En la rehabilitación se llevaron por delante la fachada de la iglesia, obra de Pedro de Ribera, cuyo exacerbado barroquismo empezaba a irritar a los ilustrados de la Villa, mentores de una iconoclasta cruzada contra el arte churrigueresco, sambenito que colgaron al maestro por obra y fama de sus excesivos discípulos. Para compensar el desaguisado con un toque minimalista, en la esquina de las calles de Hortaleza y Santa Brígida levantaron la sencilla y neoclásica fuente de los delfines, obra menor de Ventura Rodríguez, un arquitecto con mayor fortuna, respeto y supervivencia.
Hoy el colegio vuelve a ser solar; quedan la iglesia, exenta, con sus vergüenzas al aire, y cuatro muros apuntalados y con las cuencas vacías. "Estos Fabio, ¡Ay dolor! Que ves ahora/ campos de soledad, mustio collado/ fueron en tiempo Itálica Famosa". Los versos de Rodrigo Caro (algo aprendí en aquellas aulas) resuenan en mis oídos con la monótona cadencia de las cantinelas escolares y los ecos que rebotan todavía sobre las paredes melladas se imponen por un instante al rugido atroz de las excavadoras y las palas mecánicas. El nuevo edificio en construcción mejorará el anterior, no era difícil, y el proyecto encargado por el Ayuntamiento de Madrid al Colegio de Arquitectos prevé, entre otras provechosas iniciativas, la creación de una residencia de "mayores" y de una piscina cubierta, instalaciones en las que deberíamos tener importantes descuentos los antiguos alumnos.
El Colegio de San Antón daba en su fachada principal a la calle de Hortaleza, resaltada por su iglesia y rematada en uno de sus ángulos por la venturosa fuentecilla de dos caños. Poco mérito tenían las fachadas de las calles de la Farmacia por la que entrábamos los alumnos de pago y la de Santa Brígida por la que lo hacían los gratuitos, a los que no se les impartía el bachillerato sino una amalgama de conocimientos llamada cultura general. "Unos han nacido para obreros y otros para patronos, si los educáramos igual fomentaríamos la lucha de clases"; con estas o parecidas palabras razonó su respuesta uno de mis ilustres pedagogos al que había expuesto tan espinosa cuestión. Cayeron las aulas destartaladas, las oscuras capillas y los claustros prohibidos y desaparecieron los patios por siempre carcelarios, pero los ecos de mi nostalgia entreverada se concentraban, hasta que llegaron los andamios, en las pertinaces huellas de tiza, acumuladas por generaciones de estudiantes, blancos nubarrones que señalaban la ubicación de las clases con el polvo que dejaban los borradores de las pizarras cuando se limpiaban, sacudiéndolos contra los marcos de las ventanas, honorífica, aunque sucia, tarea que permitía al elegido asomarse por un instante a la libertad minúscula del callejón.
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