El 'rey de la fuga'
Michel Vaujour es un tipo realmente duro y de pocas palabras. Tiene 58 años, de los cuales 27 los ha pasado en la cárcel. La mayoría, en celdas de aislamiento absoluto, de máxima seguridad, reservadas para presos adictos a fugarse, en las que la luz de una bombilla no se apagaba jamás, ni de noche ni de día. Vaujour, alto, fuerte, arrastra una cojera en la pierna derecha. Tiene el pelo rubio recortado a cepillo y una mirada larga y seca. Se lía un cigarro y cuenta entre susurros que se fugó de la cárcel cinco veces. Su quinta escapada (en 1986) dio la vuelta al mundo.
Su pareja de entonces, Nadine, tras pasarse unos meses en unos cursillos de piloto, alquiló un helicóptero y se presentó una mañana sobre el patio de la cárcel de La Santé, en plena ciudad de París. Michel y otro preso, Pierre Hernández, la esperaban abajo. Ella les arrojó un saco que contenía un fusil y una cuerda atada a un gancho. Con ella, Vaujour y su compañero escalaron hasta el tejado mientras Nadine situaba el helicóptero en su vertical, a pocos metros. Los guardias no se atrevían a disparar porque si el aparato se venía abajo, podía ser peor. Los otros presos (y algunos familiares que aguardaban en la entrada porque era domingo, día de visita) animaban con sus gritos a Vaujour y al otro recluso.
"¿Sabe lo primero que hice tras subirme al helicóptero para huir? Me puse unos cascos y recité un poema a mi mujer"
Ambos llegaron al techo y lograron incorporarse y guardar el equilibrio a pesar de los nervios y del remolino de aire que levantaban las aspas. Michel saltó, se colocó a horcajadas en el patín del helicóptero y se abrazó a una barra; Hernández se quedó en el tejado, agarrado a una chimenea; nadie aclaró jamás si por cobardía o porque en el último momento el helicóptero se elevó unos metros inalcanzables. Los vio desaparecer en el cielo azul de esa mañana de París.
-¿Y no tuvo miedo ahí subido, mientras se alejaba volando?
-Al contrario. Es uno de los momentos más hermosos de mi vida-, dice Vaujour, sonriendo y fumando a la vez. -Fue un subidón de adrenalina. ¿Sabe lo primero que hice ahí?
-¿Qué?
-Colocarme unos cascos para que mi mujer me oyera. Y le recité un poema desde ahí ¿Qué le parece?
-¿Qué poema?
-Ya no me acuerdo de eso, hombre.
Vaujour nació en 1951 en San-Quentin-le-Petit (Ardenas). Fue un mal estudiante, a pesar de que posee un coeficiente intelectual de superdotado, según varios informes psiquiátricos. Trabajó de obrero en una fábrica hasta que, un fin de semana, cuando ya contaba con 18 años de edad y un hijo, robó un coche para divertirse. Fue condenado a 12 meses de cárcel. Los cumplió. Al salir, robó otro coche para ver a su mujer y su hijo, que por entonces se habían mudado al sur de Francia. En un control, la policía le pidió los papeles del coche. Huyó. Escapó a pie. Atravesó un bosque, se metió en un túnel ferroviario. "Llegó el tren, me tumbé en el suelo y pasó por encima de mí", explica. Salió del túnel, llegó a un río, se lanzó a cruzarlo a nado. Se agotó tratando de dominar la corriente, que al final acabó por arrastrarle adonde le aguardaban los policías. "Sólo tuvieron que cogerme como el que arranca una flor", recuerda.
Nueva condena, esta vez a 30 meses. Comienza entonces una huida hacia delante que en el fondo es un círculo vicioso: evasión, robo, apresamiento, condena por más años; otra evasión, otro robo...
En seis años se escapó cuatro veces: la primera, por una puerta descuidada; la segunda, serrando los barrotes; la tercera, con una llave fabricada por él mismo después de conseguir el molde gracias a la cera roja del envoltorio de los quesitos Babybel que le daban para cenar. Fue encerrado en módulos cada vez más vigilados, en calabozos de seguridad, aislado, sin poder hablar con nadie. Un librito de autoayuda que le llegó por casualidad le sirvió para descubrir el yoga y no volverse loco. Se volvió un apasionado del ajedrez. Aprendió a desarrollar algo vital para un obsesionado por la fuga:
-La disciplina mental -cuenta-. Con ella analizaba cualquier posibilidad de fuga. La repasaba millones de veces en mi cabeza. Así, cuando llegara la oportunidad, la aprovecharía.
Lo hizo. En 1979, en una visita al juzgado, secuestró a un magistrado amenazándole con una pistola falsa hecha a base de jabón ennegrecido con betún. Pasó dos años libre: se operó la cara para que no le reconocieran, se casó con Nadine, tuvo dos hijos con ella, se convirtió en atracador de bancos; y una tarde, cuando iba a montarse en su coche, un grupo de policías de paisano, que andaba tras su pista, volvió a encerrarle. Cinco años después, un domingo de mayo de 1986, abandonó la prisión por el aire, sentado en el patín del helicóptero pilotado por su pareja. En septiembre de ese año, en una sucursal del Crédit Lyonnais, cerca de la Porte de Bagnolet (al este de París), hirió a tres policías en el tiroteo que se produjo tras un atraco. Un cuarto agente le disparó un balazo en la cabeza.
Entró en coma. Cuando despertó comprueba con horror que tenía medio cuerpo paralizado. Recuperó la movilidad él solo en la cárcel, a base de arrastrarse durante meses por el suelo. De ahí la cojera y el bisbiseo al hablar. Conoció a otra mujer. Decidió no volver a intentar otra fuga. En 2003, después de que un informe carcelario aconsejase ahora o nunca su liberación por buena conducta, Michel Vaujour, denominado en Francia el rey de las fugas, salió de la cárcel por su propio pie.
-No pienso que haya desperdiciado mi vida- dice con su voz escasa, mirando desde el fondo de sus ojos acuosos. -Nunca pienso en el pasado. He aprendido a vivir en el presente. Sin preocuparme por lo que pasé o por lo que me pueda pasar.
Ha escrito un libro y ahora protagoniza un documental (No me liberes, yo me encargo) basado en su tormentosa vida. Cuando se le pregunta si aconsejaría a un preso que se escapase, responde:
-Ésa es decisión suya. Nadie puede aconsejarle en eso. A nadie le importa.
Luego lía otro cigarro. Se levanta. Se carga su mochila en el hombro. En la sien derecha hay un bultito apreciable, como un ganglio o como una marca: es la bala que le disparó el policía en su último atraco y que se le incrustó en el cerebro para siempre, porque ningún médico se ha atrevido a extirparla.
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