Ya no nos queda ni Londres
Parafraseando a mi adorada Jane Austen, es un principio universalmente aceptado que cada cual habla de la feria según le va en ella. Excepto los organizadores, que siempre afirman que la última es la mejor. En lo que respecta a la pasada Feria del Libro de Londres también lo proclaman, aunque los que estuvimos allí sabemos que el ambiente no era precisamente como para escribir a casa contándolo. El mundo del libro refleja mejor que otros el clima espiritual de cada momento. Y el de ahora es tan sombrío como el de las distopías de JG Ballard, el estupendo novelista (compruébenlo leyendo La sequía o El mundo sumergido, ambas en el catálogo de Minotauro) cuyo fallecimiento ha sido la única noticia capaz de conmover a los desmotivados asistentes anglófonos a la Bookfair. Claro que el ambiente libresco fuera de la feria tampoco era mucho mejor. La tapa dura (hardback) continúa en caída libre y los libros de bolsillo se venden (y poco) a dos por el precio de uno y medio o, incluso, a tres por dos. Y eso que fue en el rebufo editorial de otra época de crisis (la del 29) cuando Allen Lane creó Penguin, el paperback por excelencia. Las mesas de novedades de las cadenas (con honrosas excepciones, las librerías independientes pasaron a mejor vida), reflejan el espíritu de los tiempos: abundan los libros sobre la austerity de posguerra y sobre la crisis de 1974, que son los modelos lúgubres más cercanos. Mi topo en la librería Waterstone's, tras mostrarme una sección a la que han titulado beat the crunch (algo así como "combata el parón") y que reúne los libros con "soluciones" para el momento económico, me revela que ahora se venden mal los libros sobre dieta y fitness (a la gente no le da por machacarse el cuerpo), y mejor los libros de cocina, los que tratan de la crisis y, claro, los de Stephenie Meyer. Claro que en Foyle's, la más grande de las independientes, también había un escaparate entero dedicado a the Spanish Civil War, que por aquí se ha conmemorado con su poquito de nostalgia por los buenos viejos tiempos internacionalistas. Mi topo librero, que cada mañana se traga una benzodiazepina para acudir al trabajo, me dice que el comercio espera como agua de mayo la publicación en septiembre de The Lost Symbol, el nuevo Dan Brown. Y los optimistas afirman que, aunque esta vez las ventas del americano no estarán complementadas por las de un nuevo Harry Potter, tampoco hay que hacerle ascos a la anunciada biografía "autorizada" de la difunta y muy venerada reina Madre que ha escrito William Shawcross y publicará MacMillan también en septiembre: un volumen de 1.000 páginas que tendrá un precio de cubierta elevado y una demanda que se espera enorme. Es, mutatis mutandis, y a nivel ibérico, como si a la oportunista Pilar Urbano le diera por publicar aquí una Letizia, de cerca. Yo creo que la comprarían hasta los de ERC.
Solzhenitsin
Releo Un día en la vida de Iván Denísovich (Tusquets, traducción de Fernández Vernet), casi cincuenta años después, día por día, de que Alexandr Solzhenitsin pusiera punto final a su primer manuscrito. Luego vendría la historia de su azarosa publicación y accidentada recepción, dos circunstancias que proporcionarían argumento suficiente para llenar muchas páginas de intriga política y moral. En 1962 Jruschov, empeñado entonces en su política de distanciamiento controlado del estalinismo, dio su permiso para que apareciera en Nóvy Mir, una de las revistas de la nomeklatura literaria. El relato, una durísima denuncia de la vida de los condenados en el Gulag, se convirtió inmediatamente en un best seller soviético, con la gente haciendo cola para adquirirlo y el debate sobre el estalinismo extendiéndose más allá de lo tolerable. Dos años después, los vientos políticos soplaban a la contra en el Politburó, que impidió que a la novela de Solzhenitsin le fuera concedido el Premio Lenin, para el que era favorita. Luego fue prohibida, y la única manera de conseguirla era por medio del samizdat y otras formas clandestinas de edición. El libro cuenta un "buen" día en la vida de un preso en uno de aquellos infiernos de nieve. Y lo hace mediante un lenguaje coloquial, sencillo, repleto de giros populares expresados a través de un narrador que adopta el punto de vista ingenuo y exento de dramatismo del protagonista, un campesino a la vez astuto e iletrado. Su estructura es engañosamente simple, pero tan eficaz como la de El extranjero, de Camus. Muchos críticos saludaron Un día... como el golpe de gracia al realismo socialista, pero Georg Lukács -para entonces alejado de sus planteamientos de los años treinta- vio en la ópera prima de Solzhenitsin la renovación de lo que había terminado siendo un estilo formulario y oficial. Hoy, ya lejos de las reacciones que desencadenó (incluyendo las enfurecidas descalificaciones de algunos escritores comunistas españoles, que lo consideraron un mero ariete del imperialismo en la lucha ideológica), el libro de Solzhenitsin puede leerse -aparte de por su estremecedor valor testimonial- como una de las obras maestras de la novela corta del siglo XX.
Dirtyjet
Mi presupuesto para viajes está raído, de manera que regresé de Londres con una compañía lowcost. Pongamos que se llama Dirtyjet para que nadie se dé por aludido. Entre las muchas peculiaridades que caracterizan su política de ahorro destaca el hecho de que Dirtyjet no emite tarjetas de embarque con reserva de asiento, de manera que, si no se viaja con niños, ni se padece alguna minusvalía o desventaja física, sólo hay dos modos de conseguir un buen sitio: a) abonar un suplemento, o b) ser uno de los primeritos a la hora de facturar. Pero hecha la ley, hecha la trampa y tonto el último. A la gente no le gusta llegar pronto, de manera que en este viaje he coincidido en la cola del chequeo con una joven editora que fingía un avanzadísimo embarazo (con almohadilla inflable bajo el jersey) y con un librero perfectamente sano que, para la ocasión, caminaba apoyado en una muleta de aluminio (un instrumento "fácil de transportar, ligero, desmontable", me explicó). Una vez que a los del primer grupo de asalto (disminuidos, embarazadas y tempraneros) se nos autorizó a entrar en tromba en la cabina, otro de los conjurados consiguió apropiarse del asiento de pasillo de una fila de tres en la que ya estaba ocupado el de la ventanilla. Para evitar que alguien se sentara en el del medio -el espacio es diminuto- se humedeció la camisa (a la altura de las axilas) con abundante agua. No se pueden imaginar lo disuasorio que resulta un asiento libre al lado de alguien con síntomas de intensa sudoración. "No ha sido un viaje perfecto", me confesó el interesado mientras esperábamos las maletas, "pero al menos no tuve que pelear con nadie por la posesión del apoyabrazos y pude leer tranquilo el tercer tomo (en francés, claro) de Stieg Larsson". El próximo viaje, me vendo la cabeza y me echo mercromina en la gasa.
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