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Columna
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Proxenetas

No hace tanto que una campaña publicitaria del Ayuntamiento de Sevilla levantaba las postillas de ciertos sectores sensibles de la población: dirigida contra la prostitución, presentaba a un individuo que se echaba la mano derecha a la cartera mientras, con la opuesta, rodeaba la cadera de una mujer de canela. El hombre, la mujer y la cartera dieron la vuelta a la ciudad, sobre todo a los barrios de la periferia, donde abunda el espacio que rellenar con carteles, y elevaron una denuncia silenciosa contra aquellos que se atreven a acogerse a tan miserable práctica para resolver sus carencias en materia de afectos. Extrañamente, lo que el Ayuntamiento pretendía con dicha campaña era solventar los problemas sociales aledaños a la prostitución y tratar de rescatar a las pobres mujeres que se ven obligadas a ejercerla, inmigrantes desorientadas por lo común, arrancándolas de las garras de las mafias que las dominan; y digo extrañamente porque me parece que el dinero invertido en ese tipo de publicidad acusatoria podría haber sido mejor gastado en centros de acogida, información o apoyo jurídico que hubiera aliviado el triste sino de las principales implicadas. Ahora regresa la campaña, aunque con facciones levemente disímiles, y trae de nuevo con ella la polémica. En esta ocasión, los disparos no van dirigidos sobre el cliente, sino sobre el mercader: los anuncios conservan su tono admonitorio para acusar al proxeneta, el responsable último de que estas personas vean degradada su feminidad hasta extremos tan lamentables, y les animan a hacer acto de contrición y examen de conciencia. A mí esta batería de publicidad me parece tan inútil y burda como la que la antecedió, principalmente porque sigue sin resolver la situación de aquellas prostitutas que trabajan sin un mínimo reconocimiento de sus derechos, por no hablar de que deja en el aire otro tipo de cuestiones espinosas, como la degradación de ciertos enclaves urbanos y el hartazgo de los vecinos. El Ayuntamiento de Granada aplaude la iniciativa sevillana y acaba de anunciar que pretende aportar su granito de arena prohibiendo que las putas circulen por las calles.

He mencionado al principio que este asunto de la prostitución es materia sensible para gran parte de la ciudadanía, en especial la masculina, y ello porque con sólo aproximar el olfato uno puede caer derribado por las cantidades homicidas de hipocresía, sordera y prejuicios que exhala. Como en el caso de las drogas, todos los quebraderos de cabeza que plantea podrían eliminarse de un plumazo con sólo aplicar una firma a un documento: si la prostitución se legalizara, no habría lugar para explotación, enfermedades, miseria, abusos, viejas irritadas ni callejones sucios. Si el Estado amparase a estas trabajadoras y las dotara de seguridad social y derecho a la jubilación, si se preocupara de revisar periódicamente su salud para evitar la propagación de pandemias, si controlara los establecimientos en que su mercancía se ofrece al cliente tal y como hace en la panadería o el restaurante, nos ahorraríamos un buen capital en anuncios torpes y estériles. Pero no. Los detractores de la legalización arguyen que la prostitución es una práctica que rebaja a la mujer a la calidad de objeto, como si el obrero que manipula palancas en una fábrica o el porteador que descarga camiones cobraran por sus dotes espirituales; añaden que se trata de una labor nauseabunda, mercenaria y ejercida en contra de la propia voluntad, como si el limpiador de pozas se zambullera con entusiasmo en las cloacas que le dan de comer o el picapedrero se levantara al amanecer por el puro placer del trabajo. Quienes niegan a la profesión más antigua del mundo su derecho a convivir con las otras en igualdad tienen un problema no con esa profesión, sino con sus anteojos.

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