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Columna
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Boatos y cuerpo de letras

Darío Villanueva

También se suele calificar como "falsos amigos" aquellos vocablos que son idénticos en dos lenguas distintas, pero que significan cosas completamente diferentes, cuando no opuestas. Gonzalo Torrente Ballester contaba con mucha gracia el enorme sobresalto que experimentó cuando en la solapa de una de sus primeras traducciones al portugués se encontró de súbito con que, debajo de la foto, sus editores lo calificaban de "espantoso escritor galego". Y sólo cuando sus amigos lusos le recordaron que esa palabra significa en la lengua vecina "maravilloso" pudo recuperar el aliento.

Lo mismo sucede con "boato". Al otro lado del Miño no significa, como en castellano o gallego, ostentación externa, sino simplemente "rumor". La mayoría de las palabras tienen su encanto tales y cuales son, pero a mi me seduce llamar boato a los rumores que, siendo eternos y connaturales a la conducta verbal de las personas, cobran redoblados resuellos cuando la fiebre política sube algunas décimas. Por ejemplo, con motivo de las elecciones, y no digamos cuando se trata de constituir un gobierno nuevo o de remendar otro en crisis. Incluso un boato desmentido por los hechos puede quedar ya emplazado para la ocasión siguiente. Bastaría con escribir: "Se dice, se cuenta, se rumorea que fulanito no ha sido ministro porque se le reserva para alcalde de su pueblo". Y así.

Al otro lado del Miño, boato no significa ostentación externa sino simplemente "rumor"

Aquellas dos circunstancias políticas nos acaban de acaecer, pero la vida de los ciudadanos en las democracias está, por suerte, empedrada de sucesivas elecciones, de gobernaciones encadenadas, de remodelaciones imprevistas o largamente anunciadas. Vienen ahora las europeas, y luego las municipales, y luego las generales otra vez. En la Universidad también entrometemos cada cuatro años las nuestras, que solo a nosotros nos interesan, al parecer, pero que no dejan de tener su morbo.

Aquellos boatos pueden, en este sentido, ser instrumentos útiles a determinados propósitos. Nacen, simplemente, de una capacidad inherente al lenguaje: la de no solo reproducir la realidad de las cosas, sino en cierto modo producirla. El Génesis judeocristiano describe la creación del mundo por Yaveh como un acto puramente lingüístico: "Dijo Dios: 'Haya luz?; y hubo luz". Pero lo mismo se puede encontrar en la llamada Biblia de la civilización maya-quiché, el Popol-Vuh, o Libro del Consejo, y en el Enuma elish, el poema babilónico de la Creación. Pasados los años, un periodista del New York Daily News protestó ante el portavoz de la Casa Blanca porque el presidente Reagan contaba la gesta de un heroico comandante de una fortaleza volante derribada sobre el canal de la Mancha que en realidad procedía del guión de una película de Henry Hathaway protagonizada por Dana Andrews. Y la respuesta que recibió de Larry Speakes fue incontestable: si el Presidente cuenta algo cinco veces, es verdad. Se trata de una argumentación en cierto modo equivalente a la que Bertrand Russell utilizaba al afirmar que el riesgo que tenemos los lectores de periódicos es el confundir la verdad con el cuerpo de letra doce, el de los más escandalosos titulares.

Efectivamente, ese poder demiúrgico de la palabra como creadora, más que reproductora, de la realidad se fortaleció extraordinariamente con la escritura, que da consistencia y estabilidad perdurable a lo dicho por alguien alguna vez, pero también se vio considerablemente incrementado con la segunda gran revolución tecnológica en términos de comunicación, que fue la imprenta de tipos móviles. La prensa, a partir del siglo XVIII potenció todavía más este efecto veredictor de lo impreso al difundir los periódicos por doquier, democratizando la palabra impresa. Y el fenómeno no cesa, sino que se agranda con los avances de nuestra era de la comunicación audiovisual digitalizada, de los confidenciales en la red, las bitácoras y los correos rodantes. A veces, sin embargo, el tiro sale por la culata. La crisis actual del Gobierno laborista, al que la prensa británica se refiere como el Smeargate porque en este caso el boato era calumnia, y fue con facilidad desenmascarada, comenzó cuando Damian McBride, asesor de Gordon Brown, empezó a mandar emilios afirmando que el líder tory David Cameron padecía una enfermedad vergonzosa y que su segundo era un reconocido crápula de tomo y lomo.

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