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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Papá, papá, mamá, mamá

Tengo un amigo, antes lleno de ilusiones, que ya no parece albergar ilusión alguna. Al quedarse sin empleo y no poder pagar la hipoteca del piso, es decir, al no poder pagar su esperanza, ha tenido que mudarse a la vieja casa de sus padres, llevando consigo las ruinas sentimentales: la cama matrimonial, la vajilla de la boda, algunos libros que marcaron su vida y no sabe dónde meterá. Le han acompañado, claro, las más limpias realidades sentimentales: la esposa, los hijos y el único animal que durmió con ellos, es decir, el gato. Por cierto que el gato, fiel a sus recuerdos, no quería moverse de la casa.

A este caso, que no es único, se unen otros dos: son muchos los hijos ya mayores que no se emancipan porque la economía exterior no parece ofrecerles nada, excepto miedo. Y son muchos los hijos mayores que comen cada día en casa de sus padres, sencillamente porque ellos no pueden pagarse un plato. Por tanto, me permito exponer una primera realidad: hay una generación de padres mayores que a la fuerza ha de mantenerse en forma, aunque las empresas pugnen por jubilarlos cuanto antes. Y una segunda realidad: ésta es seguramente la primera generación de la historia en que los hijos viven peor de como vivieron sus padres.

Todo está saliendo al revés de lo que mandan el progreso y la lógica, de modo que seguimos sin hacerlo bien

Por supuesto, cualquier lector me puede desmentir. "Vea usted", me dirán por ejemplo, "si los niños de la quinta del biberón, que murieron en la batalla del Ebro o se doblaron de hambre en la Barcelona de la posguerra, no vivieron peor que sus padres, quienes, de cualquier bandera que fuese, tuvieron al menos trabajo, pan y esperanza". Eso es cierto, y España no recuperó hasta finales de los cincuenta el nivel de 1935, pero en el intermedio hubo una guerra que lo destruyó todo, y las guerras hunden las estadísticas, aunque levanten algunas banderas.

No voy a olvidar -entre otras cosas porque las viví- épocas de una Barcelona pavorosa: racionamiento, colas, hambre, tuberculosis y chiquillas que se prostituían por una comida. Porque en Barcelona, como hoy, también había mucha gente rica que además, como ahora, solía recibir ayudas del Estado para que el país "saliera a flote" (ya conocen ustedes la frase "si yo debo un millón, tengo un problema; si debo mil millones, lo tiene otro"). Y tampoco olvido la gente sin piso y los realquilados con derecho a cocina, es decir, con seguro de bronca.

Mucha gente joven esperaba a la salida de las estaciones para llevar las maletas, o en las puertas de los hoteles para bajarlas del taxi. Estoy dispuesto a ir más lejos en esta escala de calamidades y malos pensamientos: en el París de los coches de caballos también había mucha gente en las estaciones esperando poder cargar los equipajes, y los que se quedaban con las manos vacías suplicaban al cochero que les dijese adónde iba, para así poder descargar el equipaje a la llegada. Eso significa correr todo París a pie, detrás del coche.

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Pero los padres que tuvieron que hacer eso vieron -al menos la vida les dio algo- que sus hijos no tenían que hacerlo: al contrario, los hijos los podían mantener en su vejez. Eran una especie de seguro de vida. Durante siglos, la gente del campo puso en los hijos la misma esperanza que había puesto en la tierra, sabiendo que continuarían la labor que ellos ya no iban a poder hacer. Durante la historia de la humanidad, salvando las épocas de guerra, cada generación ha ido subiendo un peldaño más que la otra.

Ahora es todo lo contrario: nuestra generación de jóvenes es la que ha bajado el peldaño, señal de que algo estamos haciendo mal, muy mal, en este país donde cada cuatro años hay un partido dispuesto a salvarnos la vida. Con el agravante de que algo empezamos haciendo mal los padres: haber dado a nuestros hijos una educación hedonista, seguros de que todo iba a ir bien y convencidos -eso es bueno- de que el corazón ha de ser grande.

Todo está saliendo al revés de lo que mandan el progreso y hasta la lógica, de modo que de alguna manera seguimos sin hacerlo bien. Al contrario, hay quien aprovecha para despedir personal, prejubilarlo (y dejarlo muerto ante un televisor) y pedir que el Estado sea su cliente y le compre los bloques de pisos. Quizá estemos en un mundo agotado que empieza a retroceder, de modo que hacen falta ideas. Confieso que, después de darle vueltas a mi pobre caletre, no tengo ninguna, y si tengo alguna va contra la ley. Quizá a usted, amigo, pensando, se le ocurra alguna cosa; pero, eso sí, pida antes que le hagan ministro.

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