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FUERA DE LA CASA | OPINIÓN
Columna
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Todos los jóvenes tristes y literarios

Cuando Jonathan Franzen leyó la novela de Keith Gessen tuvo deseos de volver a ser joven, sin pedir perdón por la tristeza. Todos los jóvenes tristes y literarios es una novela melancólica donde se mezclan los letraheridos con el espíritu de la generación Google. Durante la comida que congrega a los libreros de viejo con algunos amantes de esos mundos nos miraba a nosotros mismos ya no jóvenes, ni tan tristes, pero todavía extrañamente literarios, recordé personajes de esa novela tan contemporánea, tan extemporánea. Sentí que éramos una ficción de raros alrededor de los libros. Sospechosos de alguna nostálgica y moral enfermedad que todavía nos hace encontrarnos en lugares ni tan limpios, ni tan bien iluminados. Esos cementerios misteriosos llenos de vidas inventadas donde los excéntricos libreros guardan sus tesoros. En primavera sacan sus animales imaginarios en tenderetes y los ofrecen entre la lluvia y la intemperie. Hace tiempo algunos pensaron que los libreros de viejo eran un oficio en saldo, en trance de desaparición. Sin embargo, ahí siguen, resistentes, renacidos, reinventados entre la covacha e Internet. Selectos y escasos como algunos vinos, a veces excelentes y minoritarios como los que hace Benjamín Romeo, el único español con dos puntuaciones centenarias en la Biblia del pope Parker.

Los libreros de viejo son soñadores de obras únicas que viven saldando lo que otros han desechado

Libreros de viejo, soñadores de obras únicas que viven saldando lo que otros han desechado. Me gusta ese rastreo en el que te puedes encontrar Últimas tardes con Teresa, con aquella foto de Maspons donde una rubia lánguida y moderna nos miraba. O con esa de Marsé, joven, delgado, rizado, fumador de Chester, como un Pijoaparte con menos descaro y más lecturas. No me perderé su paseíllo por calles y plazas de mi Alcalá, quevedesca, buscona, amparadora de clérigos rijosos, expulsadora de ingenios y de republicanos burgueses e ilustrados. Rogelio Blanco, director del Libro, leonés -y representativo milagro de conservación en un cargo, así que pasen varios ministros-, se sentirá aliviado cuando verifique la vestimenta del premiado. Está visto que un director general tiene que saber de todo, incluidos sastres, alquileres y etiqueta. No hablamos de mudos. Orgulloso estará Blanco por haber conseguido que escritor tan descamisado quede encerrado en ese solo juguete en forma de esmoquin necesario para disfrazar actuaciones cortesanas. Lo cervantino es otra cosa.

Marsé, como Gore Vidal pero desde otro frente, siempre ha estado cercano al cine -lengua franca del siglo XX-, sabe que la fama de un escritor es cosa de poco. Que nunca será rubio como Marilyn. Ni lucirá como Cary Grant. Pero con más kilos y menos whiskys, puede tutear a Faulkner, también bajito y cinéfilo, que comparó a los amantes de la literatura con los criadores de perros: escasos pero apasionados. Somos algunos más. Ladramos menos.

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