Las historias de Darwin
Doscientos años después del nacimiento de Charles Darwin (1809-1882) y 150 de la publicación de su gran libro, El origen de las especies, aún existen quienes niegan, o desconocen, su teoría, empeñándose en sostener que las especies que pueblan nuestro planeta son -somos- frutos de actos de creación divina específicos. Es difícil, por supuesto, convencer a todos, tan diversas son las convicciones, intereses e ignorancias humanas, pero de lo que no hay duda es de que en este Año Darwin disponemos de un número elevado de fuentes bibliográficas para formarse una opinión de lo que hizo y pensó, al igual de cómo vivió, el gran naturalista inglés. Es como si de repente se hubiese producido un tsunami, una gran ola que inunda el mercado editorial hispano: el tsunami Darwin.
'El origen de las especies', uno de los mojones literarios de la historia de la humanidad, ilumina nuestro entendimiento
Al contrario de lo que sucede en otras ocasiones, esta avalancha bibliográfica no se limita a lo que se ha escrito sobre el personaje en cuestión, sino que incluye también nuevas traducciones y reediciones de algunas de sus obras. Y es bueno que sea así, ya que en general los textos de Darwin constituyen magníficas narraciones que consiguen mantener la atención del lector. Esto es particularmente evidente en dos de sus títulos: el Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo y su Autobiografía. Publicado por primera vez en 1839, el Diario relata el viaje que el joven Darwin realizó alrededor del mundo entre diciembre de 1831 y octubre de 1836, en un barco de la Marina británica, el Beagle. Muy del gusto de la sociedad victoriana de entonces, una época en la que se viajaba más con la mente (esto es, leyendo) que en persona, este libro tuvo bastante éxito, dando a Darwin una cierta notoriedad pública. De hecho, ha mantenido su atractivo a través del tiempo y del espacio (ha sido traducido a numerosas lenguas, el castellano entre ellas), siendo la edición que ahora ve la luz en Espasa una nueva reedición, aunque, eso sí, en una presentación bastante más atractiva que las anteriores.
Tampoco es la primera vez que ve la luz en español su conmovedora y sincera Autobiografía -uno de mis dos textos preferidos de Darwin-, aunque no existan tantas ediciones de ella como del Diario. Sucede, sin embargo, que la mayoría de esas versiones seguían la primera edición inglesa (publicada cinco años después de su muerte), de la que su familia suprimió un buen número de pasajes, preocupada por lo que pudiesen pensar sus lectores. La edición que ahora publica la editorial Laetoli dentro de la Biblioteca Darwin, dirigida por Martí Domínguez, es una de las completas. Para facilitar la identificación de los pasajes suprimidos inicialmente, éstos aparecen en negritas. Algunos eran comentarios críticos con otras personas (por ejemplo, con Robert Owen, que se convirtió en uno de los más enconados opositores a la teoría de la evolución de las especies, y al que Darwin calificaba como dotado de "una capacidad de odio" que "no tenía rival"), pero la mayoría tocaban sus opiniones religiosas. Y aunque no podamos aceptar el expurgo al que fueron sometidos sus sinceros recuerdos, sí que podemos comprender cuánto debieron doler a su devota esposa, Emma, frases como: "Me resulta difícil comprender que alguien deba desear que el cristianismo sea verdadero, pues, de ser así, el lenguaje liso y llano de la Biblia parece mostrar que las personas que no creen -y entre ellas se incluiría a mi padre, mi hermano y casi todos mis mejores amigos- recibirían un castigo eterno. Y ésa es una doctrina detestable".
La Autobiografía nos familiariza con la vida de Darwin, conmoviéndonos con las luchas interiores, de fuerte calado psicológico, a las que se enfrentó, pero El origen de las especies (1859), su obra cumbre y uno de los mojones literarios de la historia de la humanidad, ilumina nuestro entendimiento. No es sólo que en ella Darwin presentase su teoría de la evolución de las especies mediante selección natural, sino que lo hizo desplegando un amplísimo conjunto de evidencias y argumentos, mostrando así el exigente y completo naturalista que era. Traducida por primera vez al castellano en 1877 (por Enrique Godínez), la versión que Espasa (en cuyo catálogo ha estado habitualmente) y Alianza presentan ahora es una reedición de la que la editorial Calpe publicó en 1921, traducida (de la sexta edición, de 1872) por el genético Antonio de Zulueta (1885-1971). También es una reedición la versión abreviada traducida por Joandomènec Ros, que vio la luz en 1983 en Ediciones del Serbal y que ahora ha sido resucitada como contribución del Parque de las Ciencias de Granada al Año Darwin. Los lectores tienen, por consiguiente, la posibilidad de elegir. ¿En base a qué razones?, se preguntarán algunos. En cuanto a las de Espasa y Alianza -ambas espléndidamente presentadas-, la respuesta a tal cuestión es difícil, si no imposible: difieren en las introducciones y en que la de Espasa añade algunas notas aclaratorias al texto darwiniano, pero no son éstas diferencias sustanciales. Por su parte, la edición recuperada ahora por el Parque de las Ciencias granadino suple su carácter abreviado -siempre una limitación en textos fundamentales- con la espléndida introducción de Richard Leakey y un magnífico conjunto de ilustraciones que van acompañadas de buenos textos explicatorios.
Darwin y El origen de las especies ocupan el trono supremo en la jerarquía de la visión evolutiva del mundo vivo, pero incluso aunque el presente sea su año, sería injusto no dedicar al menos un momento para recordar a otro naturalista británico que intervino de manera decisiva en que Darwin se decidiese a dar a conocer públicamente sus ideas sobre la evolución de las especies. Me estoy refiriendo a Alfred Russel Wallace (1823-1913), quien desde una isla del archipiélago malayo envió en febrero de 1858 a Darwin un manuscrito que contenía la esencia de las ideas en las que éste llevaba por entonces trabajando aproximadamente veinte años. Como cualquiera puede imaginar, se creó entonces una situación delicada, que se resolvió con gran elegancia publicando en la revista de la Sociedad Linneana el manuscrito de Wallace, otro de Darwin y una carta de éste al botánico norteamericano Asa Gray fechada el 5 de septiembre de 1857, en la que le había informado de sus opiniones. Estos materiales, junto a un extenso ensayo que Darwin había preparado para su propio uso en 1844 y un informativo estudio introductorio de Fernando Pardos, se reproducen en La teoría de la evolución de las especies, publicado por Crítica en 2006 y ahora reeditado.
Más allá de
El origen de las especies. A pesar de que muchos parezcan ignorarlo, la obra de Darwin no se limita a El origen de las especies. De hecho, en mi opinión su grandeza científica reside en el ciclópeo esfuerzo que realizó por sustanciar su teoría con evidencias tomadas de prácticamente todos los rincones de la naturaleza, lo que le llevó a trabajar en dominios como la botánica, la zoología, la taxonomía, la anatomía comparada, la geología, la paleontología, la cría doméstica de especies, la biogeografía o la antropología, esfuerzos que se plasmaron en un buen número de libros (y de artículos, naturalmente). Hace tiempo que disponemos en castellano de El origen del hombre (Edaf), el texto de 1871 en el que se atrevió a hacer lo que no quiso en El origen de las especies: aplicar a nuestra propia especie las lecciones de su texto de 1859, y de La expresión de las emociones en los animales y en el hombre (Alianza), que debería haber sido parte de El origen del hombre (no lo fue para no alargar excesivamente el volumen; apareció en 1872). Mucho más recientemente se han traducido La estructura y distribución de los arrecifes de coral (Los Libros de la Catarata / CSIC, 2006) y La fecundación de las orquídeas (Laetoli, 2007), publicados originalmente en 1842 y 1862, respectivamente; libros ya reseñados en Babelia.
A estas obras se suman ahora nuevas traducciones. Comenzando por un libro extenso (dos tomos que totalizan más de novecientas páginas): La variación de los animales y plantas bajo domesticación (1868), un texto importante no sólo por los análisis de muy diversas especies domesticadas que Darwin efectuó allí, sino también porque en él se enfrentó con uno de sus grandes problemas, el de que aunque descubrió el hecho de la existencia de la selección natural y contribuyó notablemente a dilucidar la historia de la evolución animal y vegetal, no sabía explicar por qué surgen variaciones hereditarias entre organismos y cómo se transmiten éstas de generación en generación. Fue en esta obra -en donde, por cierto, empleó por primera vez el término acuñado en 1864 por Herbert Spencer, "supervivencia de los más aptos"- donde presentó su teoría hereditaria, la de la pangénesis, según la cual cada célula del organismo generaba unas "gémulas" diminutas que a través del proceso reproductivo transmitían a la descendencia los rasgos heredables. Fue el suyo un noble y ambicioso esfuerzo, a la postre, sin embargo, equivocado.
Y junto a La variación de los animales y plantas bajo domesticación, otro de sus libros sobre botánica, disciplina que se ajustaba bastante bien a las posibilidades de Darwin en su propiedad de Downe, donde pasó los últimos cuarenta años de su vida y donde podía realizar él mismo experimentos, bien al aire libre o en los invernaderos que construyó. Se trata de Plantas carnívoras, el título de la traducción publicada por Laetoli, o Plantas insectívoras, el encabezamiento elegido en la Biblioteca Darwiniana encabezada por Los Libros de La Catarata. Porque 133 años después de no haber merecido el honor de ser traducido al español, ahora aparecen, simultáneamente, dos traducciones diferentes. Se trata de uno de los libros más especializados escritos por Darwin (de hecho, no se volvió a reimprimir mientras vivió), pero merece la pena que esté en nuestro idioma. Es impresionante ver cómo un anciano y muy debilitado Darwin (el libro se publicó en 1875, siete años antes de su muerte) se mostraba en esta obra como un consumado e imaginativo experimentador que estudiaba el efecto de todo tipo de sustancias en las hojas de plantas carnívoras, o que analizaba sus movimientos y procesos de digestión cuando colocaba pedacitos de carne sobre ellas.
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