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Reportaje:SUCESOS QUE CAMBIARON MADRID

"Siempre mata el pánico, no el fuego"

Dos bomberos revisitan el incendio del teatro Novedades de 1928

Patricia Gosálvez

Tras el incendio del teatro Novedades el 23 de septiembre de 1928 el diario El Progreso se hacía eco de los rumores que corrían por Madrid: "A algunas de las víctimas se les han apreciado heridas producidas por arma blanca, lo que hace suponer que algunos, ante el peligro en que veían su vida, quisieron abrirse paso a navajazos". Acababan de morir 90 personas (más unos 300 heridos) y nadie se explicaba cómo. Al final, la investigación forense descubrió que no había habido puñaladas. Sí resultó cierto, sin embargo, que la mayoría de las víctimas murieron aplastadas y pisoteadas entre sí en la carrera desesperada por salir a la calle. "Lo que mata no es tanto el humo o el fuego, como el pánico", explica Juan Carlos Barragán, autor, junto a Pablo Trujillano, del libro Historia del Cuerpo de Bomberos de Madrid: de los matafuegos al Windsor.

Acababan de morir 90 personas (más de 300 heridos) y nadie se explicaba cómo
Hallaron cuerpos agarrotados tirando de los pelos a los que tenían delante

Ambos son bomberos y opinan que, de ocurrir hoy, la tragedia se repetiría. "Fue un cúmulo de errores, falta de prevención y pánico", dicen. "La boca de agua del escenario se atascó, bajaron en telón para que el público no se asustase del fuego y la orquesta siguió tocando". Una parte del público decidió aun así abandonar la sala, y al abrir la puerta la corriente de aire levantó el telón avivando el fuego y disparando pavesas sobre las primeras filas.

"Fue como en el incendio de la discoteca Alcalá 20 [ocurrido casi 60 años después] la gente se mata entre sí presa del pánico", dice Barragán. "En el Novedades hallaron cuerpos agarrotados, tirando de los pelos de quienes tenían delante", añade Trujillano. La responsabilidad también salpica a los poderes públicos. "Ya entonces se sabía que los teatros empotrados entre edificios son trampas mortales, sin embargo, el 99% siguen estándolo", dicen los bomberos, "pero los políticos solo se mojan cuando truena". Se quejan de que no se cuenta lo suficiente con la opinión de los bomberos en las leyes de prevención ("que se hacen en los despachos", aseguran) y de que se sigue sin dedicar suficiente dinero a formación. También faltan efectivos. Según la Unión Europea, debería de haber un bombero por cada mil habitantes; en la capital el ratio es la mitad.

Aquel domingo del 28 acudió al servicio todo el Cuerpo: 198 bomberos, ocho capataces, 11 conductores y 10 vehículos. Hoy cuenta con 1.453 hombres y 209 coches y camiones.

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La diferencia no es sólo la cantidad. En el Museo de los Bomberos, en el Parque 8 de Vallecas, se pueden contemplar los antiguos trajes de faena, con cascos de cuero, junto a los modernos uniformes ignífugos. El nailon ha sustituido a las cuerdas, las bombonas de oxígeno a los cartuchos de potasa, las mangueras de goma a las de lino, las sirenas a las campanas. Es una pena que el museo esté en un garaje, tan abandonado que ni calefacción tiene. Aun así, un grupo de escolares disfruta la visita, los niños siempre han querido ser héroes de mayores.

La memoria de la gente también es un museo. En el lugar donde estuvo el teatro Novedades, en la calle de Toledo, hay ahora un Cajamadrid. Los octogenarios escasean en la calle, pero a la vuelta de las esquina, en Antigüedades Palacios, Mariano Palacios luce espléndidos 84 años y guarda la memoria intacta del suceso que horrorizó a la Latina. "La muleta de un cojo se atravesó en la escalera y la gente tropezaba, por eso murieron tantos", aporta como una hemeroteca con patas. "El cartel de la función de aquella noche lo tiene Flori en El Malacatín colgado desde hace 80 años".

El Malacatín era una taberna que formó parte del paisaje de su infancia. Por entonces, en esos locales sólo se servían bebidas. Cuando Mariano era niño, el abuelo le llevaba al Malacatín, pero debían ir con la merienda puesta. Así que antes le compraba panes de piña y taquitos de jamón. Y allí se presentaban con las viandas el abuelo y Mariano, que jugaba con Flori.

Con la pista, uno llega a esta castiza taberna de la calle de la Ruda, fundada en 1895 y ahora restaurante especializado en cocina madrileña. "¡Hombre, por fin alguien se digna a contarlo!", lanza la hija de Flori Díez cuando se le pregunta por el cartel. Efectivamente, ahí lleva amarilleando desde la noche del suceso. El Malacatín era el bar de los actores y en cada función le traían un cartel a los dueños, hasta este último que decidieron dejar en la pared como homenaje (el único) al teatro caído. "Le han salido muchos novios, me han ofrecido dinero, pero no lo pienso vender", dice Flori, de 84 años, que recuerda "como si fuese ayer" la noche del incendio; sus padres asistieron a las víctimas antes de mandarla a refugiarse a una portería cercana. Sesenta céntimos costaba la entrada para ver La mejor del puerto, en cuyo último acto se desató el infierno.

La última línea del anuncio anuncia inquietante la obra del día siguiente en el teatro Novedades: "Mañana lunes a las siete de la tarde: Paca la morena".

Flori, testigo del incendio, posa delante del último cartel del Novedades.
Flori, testigo del incendio, posa delante del último cartel del Novedades.G. LEJARCEGI

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Sobre la firma

Patricia Gosálvez
Escribe en EL PAÍS desde 2003, donde también ha ejercido como subjefa del Lab de nuevas narrativas y la sección de Sociedad. Actualmente forma parte del equipo de Fin de semana. Es máster de EL PAÍS, estudió Periodismo en la Complutense y cine en la universidad de Glasgow. Ha pasado por medios como Efe o la Cadena Ser.

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