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Columna
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La nómina del gato

Según hemos leído días atrás, en España hay más de tres millones de empleados públicos. Diez años antes eran, según las mismas fuentes, 600.000, que no son pocos. Para hacernos una idea, casi diez estadios Bernabéu al completo. ¡Más de medio millón, bastante más, de personas que se surten de una nómina que no tiene otro manantial que los impuestos que paga el resto!

Según parece, disfrutan de la consideración fáctica de funcionarios los que ocupan distintos puestos en la organización de los partidos políticos, los sindicalistas en nómina, más los liberados, que pueden serlo a tiempo parcial. Durante el dilatadísimo período monárquico, en las postrimerías del siglo XIX, se produjo el cataclismo burocrático de la Revolución francesa y nuestros vecinos perfeccionaron el centralismo administrativo, tomando una precaución: los puestos públicos, a partir de las Direcciones Generales, eran cubiertos por profesionales de oposición, inamovibles por principio, lo que aseguraba la marcha del Estado al abrigo de las tempestades políticas. Además, crearon la Escuela Nacional de Administración, que prepara, con alto nivel de exigencia, a los ciudadanos que pretenden gobernar a los demás. Les llaman enarcas y de allí ha procedido la mayoría, desde Pompidou y Chirac hasta Mitterrand, socialistas o conservadores, incluso la candidata Ségoléne Royal pasó por sus aulas. Precisamente Sarkozy, además de su origen húngaro, no es enarca.

La época franquista fue el primer ensayo para incrementar el número de servidores del Estado

Nosotros estuvimos comandados por los aristócratas que, como no tenían gran cosa que hacer, entre guerra y guerra se dedicaban a mangonear en las alturas. El nuestro fue un vuelo bajo, aunque hay que reconocer el encaje de bolillos que supuso la gobernación, mientras se remataba el último navajeo carlista, perdíamos las colonias y Marruecos apenas daba buenos dividendos a muy pocos y costaba mucha sangre. A pesar de esto, hubo abnegados gobernantes que se dejaban la piel en los estrechos escaños y eran, para mayor inri, escarnio de los caricaturistas de la época.

Los escritores costumbristas de aquella triste y cochambrosa España, empobrecida y con escaso porvenir, nos han dejado testimonio de los entre bastidores de la época. Ahora andamos con el centenario de Larra, cuya prosa es, hoy, infumable. Su más conocido artículo, Vuelva usted mañana, es largísimo, moroso, si bien lleno de intención y conocimientos. Otros han hablado de los cesantes, cantera inagotable para los saineteros, desdichados que comían caliente cuando triunfaba su partido, algo aleatorio y de duración impredecible. Lo más parecido a un chupatintas de la época podría ser el banderillero que esperaba en la calle de la Victoria a que el maestro le eligiera para su cuadrilla, la temporada o una sola tarde.

La época franquista fue el primer ensayo de incrementar el número de servidores del Estado. Se había inventado el Movimiento y en cada provincia, cada pueblo, se duplicaba el cargo de gobernador civil y jefe provincial, alcalde y jefe de Falange. No hacían tareas complementarias, pero había que colocar a una nueva clase emergente, la de los excombatientes, excautivos y cuadros sindicales, dependiendo del Estado, no sólo en las nóminas, sino en la misma dirección política. Un poco como ahora.

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Las elecciones las decidían los expertos, los muñidores, los agentes electorales que compraban el voto cuando era menester. La oficina del conde de Romanones era especialmente astuta. Su gente recorría la circunscripción, que conocía de memoria, y visitaban a los electores: "Sabemos que el rival del señor conde te ha dado tres pesetas. Nosotros te daremos dos, le votas a él y ganas un duro. Te estaremos vigilando". Parece que daba resultado.

Los políticos tenían compromisos, que no siempre podían atender, pues hubo tiempo en que el gasto se hacía con arreglo a un presupuesto, generalmente escaso. Pero se inventaban las fórmulas para quedar bien con el pariente, el periodista con familia numerosa y afilada pluma. A mí me lo han contado viejos periodistas que vivieron aquellas edades y me han quedado grabadas dos circunstancias, absolutamente veraces.

Algún plumífero necesitado cobraba del Ayuntamiento o la Diputación, como ama de cría, dado que la inclusa, el orfanato oficial, dependía de una de estas factorías y constaban en escalafón aquellas nutrientes de alquiler. Lo más apabullante era el caso de otro que percibía una corta mensualidad en calidad de gato del Ministerio de Estado, hoy de Asuntos Exteriores. Quiere decirse, que la asignación para cordilla, el usual alimento de los gatos que mantenían a raya a las ratas madrileñas, se lo embolsaba un personaje del Pobrecito Hablador. ¡País!

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