Estímulos y arquitecturas
Crisis inequívocamente global. Emergió en un segmento del mercado hipotecario estadounidense pero no tardó mucho en hacer valer la singular intensidad de su contagio: en unas semanas la infección alcanzó a lo más granado del sistema bancario mundial y el severo racionamiento crediticio subsiguiente precipitó los cuadros de recesión que hoy caracterizan a las economías avanzadas. Globales fueron también otras crisis financieras anteriores, pero ninguna como ésta ha ilustrado la fluidez de esos canales comerciales y financieros de transmisión de las perturbaciones con que se manifiesta la estrecha interdependencia económica y financiera. Los analistas, empeñados en subrayar las cada día más relevantes analogías entre esta crisis y la que desembocó en la Gran Depresión, han de ver aquí una significativa e inquietante diferencia. Economías como la alemana, con pocos denominadores comunes con las que albergaban burbujas inmobiliarias y excesivos niveles de endeudamiento en sus agentes privados, no sólo no han quedado a cubierto del contagio de las "hipotecas locas" estadounidenses, sino que, por razón de la amplia dependencia de la demanda de sus exportaciones, pueden sufrir una recesión no inferior a la de las demás.
La prioridad es frenar el ritmo de desplome de las economías y del bienestar de los ciudadanos
Esa verificación justifica la necesidad de adoptar políticas igualmente globales, basadas en la cooperación y en la coordinación internacional. Con ese fin genérico se convocó la primera cumbre del G-20 en Washington y a su satisfacción se dirigen las propuestas para la que se celebrará el 2 de abril en Londres. Es de rigor reconocer el esfuerzo y manifiesta permeabilidad mostrados por las autoridades británicas en la recepción de iniciativas diversas, incluidas las académicas, como se ha puesto de manifiesto en las numerosas contribuciones a la página web http://www.voxeu.org.
La agenda de la cumbre gira en torno a tres ejes, ya anticipados en Washington, que en cierta medida diferencian las prioridades que los gobiernos de las principales economías asignan a la cooperación y coordinación internacional: neutralización de las tentaciones proteccionistas, estímulo de las economías y reforma del sistema financiero internacional. Con independencia de que la finalidad original de la convocatoria del G-20 fuera avanzar en las reformas reguladoras y de la arquitectura institucional del sistema financiero internacional, lo cierto es que las expectativas centradas en la reunión de Londres se concretan en su capacidad para evitar que la actual recesión global sea menos intensa y duradera. El medio plazo asociado al diseño de las mejoras en la regulación y en la arquitectura financiera internacional, para la cimentación de un sistema menos propicio a la generación de crisis, es muy importante, pero los otros dos propósitos son, sin duda, más urgentes.
Lo es la transmisión de un inequívoco compromiso antiproteccionista. No dar cabida a políticas como aquellas "de perjuicio al vecino" que acompañaron los años treinta es la más imperiosa y quizás la menos costosa de las exigencias. La gran ventaja que tiene la conformación de ese G-20 ampliado es la de reunir a economías representativas del 80% del PIB y más de las tres cuartas partes de la población mundial. Ese compromiso a favor de la continuidad del libre comercio, de la libre movilidad internacional de los capitales y, en general, del juego limpio, es la condición necesaria para que la recesión actual no vaya a mayores. La condición suficiente es que las autoridades de las principales economías comprometan inequívoca y activamente sus políticas a la satisfacción de ese propósito.
El estímulo de la demanda agregada, el grado de compromiso de la política monetaria y de la política fiscal, es el aspecto que hoy diferencia en mayor medida a los dos principales bloques económicos. No cabe justificar el menor activismo europeo en ambos frentes en la desigual gravedad de la recesión. En realidad, aunque el epicentro de la crisis estuvo en EE UU, las principales economías de la Unión Europea van a sufrir una contracción de la actividad y del empleo no inferior a la estadounidense.
Ante ello, la política monetaria de la eurozona (no así la del Reino Unido) ha sido, en el mejor de los casos, titubeante, tímida. El Banco Central Europeo (BCE) ha administrado sus cesiones en los tipos de interés como si el escenario arrojara alguna duda acerca de la dinámica desinflacionista en la que se encuentran inmersas todas las economías bajo su jurisdicción, la española incluida. La Reserva Federal estadounidense -a cuyo frente situó George W. Bush a un distinguido conocedor de la Gran Depresión y cualificado discípulo de Milton Friedman- hace tiempo que diagnosticó correctamente que los principales y más inmediatos peligros para aquella economía no estaban precisamente en el repunte de la tasa de inflación. El contraste se extiende igualmente a la adopción de medidas excepcionales destinadas a normalizar el crédito a las empresas. A la Reserva Federal no le duelen prendas en adoptar medidas que bajo el eufemismo de quantitative easing amparan directamente la transición desde la política monetaria más convencional, de reducción de tipos de interés, al aumento de la oferta monetaria mediante la adquisición directa de títulos de deuda por el banco central.
En la utilización de las políticas presupuestarias el contraste es también significativo. Las autoridades estadounidenses acudirán a la reunión de Londres empeñadas en que sus socios comprometan estímulos fiscales de tal forma que globalmente sean equivalentes al 2% del PIB global anual. De la necesidad de estímulo fiscal está convencido igualmente el Fondo Monetario Internacional, que ha difundido investigaciones (The Case for Global Fiscal Stimulus, SPN 09/03, 06.03.09) cuyos resultados muestran que una política fiscal expansiva, junto a una política monetaria acomodaticia, pueden tener efectos multiplicadores significativos sobre la economía mundial.
Pero la mayoría de los Gobiernos de la UE, con el alemán a la cabeza, entienden que el juego de estabilizadores automáticos, consecuentes con el más desarrollado Estado de bienestar, ya ha deparado estímulo suficiente y, en todo caso, ha conducido a los déficit fiscales de la eurozona a niveles poco compatibles con las estrictas reglas de estabilidad del área monetaria. Europa, en efecto, contrapone a esas intenciones estimuladoras la necesidad de reformar la regulación financiera para evitar crisis financieras como la que ha contagiado al conjunto de la economía mundial. Es una intención muy razonable, como la asociada de fortalecer la arquitectura de las instituciones multilaterales o la de acelerar la eliminación de los paraísos fiscales y de los centros financieros donde domina la opacidad bancaria.
No son, sin embargo, propósitos contradictorios. Pero es verdad que la prioridad más importante ahora es tratar de frenar ese ritmo al que se están desplomando las economías y se deteriora el bienestar de un número creciente de ciudadanos. Europa tiene la oportunidad de abordar un plan de intensificación de la inversión en conocimiento verdaderamente paneuropeo, estrechamente coordinado entre todas las administraciones que además de compensar la contracción de la actividad facilite el avance a la satisfacción de esos objetivos de la estrategia de Lisboa que serán inalcanzables el próximo año. Fue, en efecto, en 2010 cuando dató la asunción por parte de Europa del liderazgo en la economía del conocimiento, consiguiendo aumentos sostenidos en la renta por habitante. No sólo no será así, sino que algunos de sus países corren el muy serio riesgo de desandar esos avances en prosperidad, frenando la transición a un patrón de crecimiento más competitivo y propio de economías modernas.
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