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Columna
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Figuras del mal

Ya conocemos la condena que le ha caído a Josef Fritzl, ese viejillo de ojos de témpano, el monstruo de Amstetten: cadena perpetua. Ahora bien, lo más llamativo es que esa pena se cumplirá en un centro psiquiátrico o en un centro penitenciario con terapia psiquiátrica. Qué quieren que les diga, la cosa no se puede entender si no es desde nuestro empecinado optimismo antropológico. La psiquiatra que le trató antes del juicio ya dejó claro que el individuo es perfectamente consciente de sus actos, un ser racional, calculador y, por tanto, imputable moral y jurídicamente. Y, sin embargo, no se le condena a la cárcel sin más. Es claro que para el tribunal popular que le juzgó monstruosidades tan inauditas como las perpetradas por él no pueden entenderse mediante nociones morales como "maldad" o "crueldad", siquiera en sus formas más hiperbólicas, sino que deben adscribirse a alguna feroz patología psiquiátrica. No es que sea "malvado", es que tiene alguna "perturbación mental".

¿Cuál es la diferencia? Que con ese diagnóstico abriríamos la vía para una terapia científica, un tratamiento -al menos- para la mejoría de los síntomas perturbadores de la supuesta patología. ¿Estamos ante una sentencia compasiva en el fondo? Va más allá de eso, porque el mensaje que transmite es, por una parte, que el sistema penal (austriaco, al menos) no está sólo para castigar sino también para facilitar la recuperación del recluso y, por otra parte, que la ciencia (en general, o la psiquiatría en particular) es capaz de afrontar los casos más monstruosos, indagar sus causas, fijar un diagnóstico, acertar con el tratamiento. Si puede con un caso como el de Fritzl, ¡qué no podrá hacer con otros tantos menos graves, menos espectaculares!

Late ahí, insisto, un fondo de optimismo antropológico, característico de la modernidad. La idea de que podremos ir controlando, manipulando la naturaleza humana para combatir con una efectividad siempre creciente sus patologías físicas y psíquicas. El que hoy en día nadie se muera "de viejo" responde a la misma lógica. Todos mueren de alguna enfermedad determinada o de la conjunción fatal de varias de ellas. En la medida en que se identifican y se concretan, esperamos que la lucha médica sea tanto más incansable, tanto más eficaz. De hecho, las investigaciones biomédicas más candentes nos sugieren que, en un futuro no muy lejano, la media vital de los humanos (los afortunados del primer mundo, se entiende) se acercaría a los 120 años. Ahí sí que nos moriríamos, supongo, "de viejos".

En el siglo XVIII, Gottfried Leibniz propuso una división tripartita del mal ya convertida en clásica: el mal físico (el que se sufre), el mal moral (el que se comete) y el mal metafísico (la finitud humana, la muerte). Inmenso y devastador trabajo combatir en los tres frentes. E ir aceptando las derrotas, los límites, los imposibles.

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