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Columna
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El traje que me cubre

Mi relación con la sastrería elegante es un asunto literario. Pocas veces me he comprado un traje, y siempre ha sido para cumplir con decoro social un trámite relacionado con mi profesión de profesor de literatura. ¿Quieres ir vestido de poeta o de catedrático?, suele preguntar mi mujer cuando me ayuda a vestirme. El camino para usar ropa de catedrático empezó el día que compré un traje con motivo de la lectura de mi tesis doctoral sobre la época vanguardista de Rafael Alberti. Un gasto modesto, una chaqueta y un pantalón de respetuosa prudencia azul oscura, que después me sirvieron para las oposiciones a titularidad y para casarme. Aunque no se desgastaron mucho por el uso, tuve que dejarlos colgados en el armario y comprarme otro traje la tarde anterior a mis oposiciones a cátedra. Había engordado más de la cuenta.

La sastrería, además, se convierte con frecuencia en materia literaria, y hay que explicarla en clase. Los escritores suelen utilizar la ropa como metáfora de la relación que algunos personajes establecen con la realidad. La tela forma parte de la máscara. La gente de orden pasea un buen corte de sastrería, y utiliza corbata incluso para robar, si es que llega la ocasión de incrementar la cuenta corriente propia o las arcas del partido. Los tontos progresistas prefieren esgrimir su torpe aliño indumentario. Si son profesores, acuden al trabajo con chaqueta de pana. Sólo se compran un traje cuando van a leer una tesis doctoral o a cumplir el trámite de unas oposiciones, no vaya el tribunal a entender como una descortesía la falta de gala en el atuendo.

Todo es máscara, tanto el cuello vuelto del progre, como el chaleco y la corbata del poderoso. Pero los poetas son muy puñeteros, y rizan el rizo, porque no se conforman con hablar de máscaras. En épocas de crisis, empiezan a decir que el ser humano puede corromperse por dentro hasta el punto de que bajo el disfraz lleguen a perderse los rostros verdaderos. Cuando Alberti se decidió a hablar de hombres deshabitados y Cernuda vio por la calle a seres sin cabeza, Neruda escribió sobre trajes huecos y García Lorca sobre vestidos sin desnudo. Al interiorizar la podredumbre de sus sociedades, los ciudadanos se descomponen por dentro, quedan vacíos, como un traje que caminara hueco por las calles y las cámaras políticas. Ninguna escenificación mejor de una crisis social profunda que un traje hueco aclamado con palmas solidarias y entusiastas por una corte de trajes vacíos.

Cuando llegó por primera vez a Nueva York y descubrió la altura y la extensión de la metrópoli, Juan Ramón Jiménez tuvo la sensación de que a las ciudades y a sus habitantes se les estaba olvidando crecer por dentro. Juan Ramón pertenecía a la estirpe de la Institución Libre de Enseñanza, ese profundo esfuerzo pedagógico que buscaba la conciencia y la ética individual como cimiento de las ilusiones colectivas. Antonio Machado, discípulo también de Giner de los Ríos, escribió con orgullo un Autorretrato para declarar que acudía como cualquier ciudadano a su trabajo y que pagaba con su dinero el traje que le cubría. El poema, que sirvió más tarde como prólogo a Campos de Castilla, se publicó en 1908, un año después de que su autor consiguiera la cátedra de francés del Instituto de Soria. Además de la anécdota biográfica, recogía la estirpe de los ciudadanos españoles decentes, que también los hubo, los hay y los habrá, dispuestos a modernizar la nación, sin dinero negro y con la ayuda del trabajo y la cultura.

Una sociedad puede permitirse que existan personas dispuestas a confundir la dignidad con la ropa de alta confección. Lo que supone una condena definitiva al vacío, a la podredumbre interior de los ciudadanos, es que no sepamos dignificar nuestro trabajo, ni pagar con nuestro dinero los trajes que nos cubren.

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