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Columna
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Qué tiempos aquellos

Vivimos en una sociedad permisiva hasta puntos inimaginables en épocas cercanas. Para empezar, se han reducido las prohibiciones expresas que antes animaban muros y paredes ciudadanos. Durante una época, los espacios libres quedaron cubiertos por una abigarrada cartelería que lo mismo anunciaba un fijador de pelo que el debú de un ventrílocuo en la plaza de toros. Posiblemente la escasez de papel y la desaparición de los especialistas en fijarlos tengan algo que ver con el asunto, porque no es cosa baladí, en pocos segundos, pegar un cartel para que desa-parezca por completo el que había debajo y el nuevo luzca sin un pliegue, lo que indica la mano firme de los especialistas.

Los moldes, las plantillas, le dieron más perdurabilidad al mensaje que solían pregonar prescripciones genéricas. No había lienzo de pared de iglesia, en el último pueblo, que no declarara que allí estaban prohibidos una serie de actos, desde blasfemar hasta jugar a la pelota. Era frecuente que el propio párroco -en los pueblos del norte- se remangara para tomar como más idóneo frontón la pared trasera del templo, e incluso que se escuchara alguna expresión salida de tono al marrar una volea. A cualquier tipo de autoridades le chiflaba prohibir, parecía ir incluido en el salario y subrayaba la importancia del interdicto su automática vulneración. Así, el conductor del tranvía -cuando era el medio más utilizado en las poblaciones- nos echaba el humo del cigarrillo a la cara bajo el letrero que decía "Prohibido fumar", e incluso "Hablar con el conductor", veto a todas luces injusto. Hoy, en cantidad decreciente, los conductores de los autobuses urbanos fuman, entreabriendo la ventanilla que tienen junto a su codo izquierdo, pero rara vez pegan hebra con los viajeros y suelen ir con el ceño fruncido y malhumorado, lo que no excluye las muestras dicharacheras de los más comunicativos.

El conductor del tranvía nos echaba el humo del cigarrillo bajo el letrero de "Prohibido fumar"

Estaba prohibido expresamente pedir limosna, y difícilmente se puede identificar aquella humilde súplica con el "¿Me das pa un bocata, colega?".

Incluso recuerdo, de aquellos remotos tiempos, el destierro callejero del piropo. Diremos, para ilustración de las jóvenes generaciones, que era una frase dicha a personas del género femenino, con ánimo de halagarlas. Lo que pasa es que, como todas las artes, era difícil encontrar la expresión correcta que hiciese ruborizar de satisfacción a la muchacha destinataria. Generalmente eran procacidades con ausencia de gracia proferidas sin oportunidad ni salero. Un ejemplo positivo tuvo su inmortalidad en el pasodoble de Padilla, El relicario, con la oferta de la capa como felpudo y el trocito del capote, vestigio de admiración. Escuché un mediodía del mes de julio a unos soldados, en las inmediaciones del Cuartel General del Ejército, que se dirigían a dos lindas muchachas, capullos de la reciente primavera, ceñidas y airosas, diciéndoles: "Y luego sus extrañáis de que vus violen", reflexión que destruía el propósito de mostrar una admiración mal interpretada.

En las vallas que protegían el acceso a una edificación en marcha era irreemplazable la advertencia: "Prohibido el acceso a toda persona ajena a la obra", bajo la cual correteaba el perro de mis orígenes que nunca se metía con nadie. Ha desaparecido también otro ukase municipal, que parecen no entender la mayoría de los periodistas y personas que se dirigen al público: "Prohibido hacer aguas mayores o menores". Muchos plumíferos y quienes deberían velar en los periódicos por la idoneidad del castellano nos martirizan con "las negociaciones con los adversarios hacen aguas...". Literalmente nos dicen que están orinando o evacuando otras necesidades mayores. En singular, es un símil náutico que significa que la nave se va a pique, se hunde, hace agua. No hay forma de que les entre en el mal conformado cerebro.

A veces surge la ironía, como en algunas tabernas, donde se advertía que estaba prohibido cantar, "ni bien ni mal", modelo de laconismo interpretativo.

Lo malo es que son multitud, están siempre en el candelero -también se puede decir candelabro, es un seudónimo- y contagian al público oyente o lector.

No llegó a hacer escuela, pero hubo en Madrid una mujer bellísima, llamada Lolita Campos, encantada de ser mujer objeto de las más caras, que, sistemáticamente, cuando se refería a la Mona Lisa, de Leonardo de Vinci, la llamaba "La Cachonda". Inútil que gente amiga la intentara corregir pacientemente: "La Gioconda, mujer, La Gioconda".

¡Oh, tiempo de los moros!

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