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Columna
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Equidad y confianza

No hace mucho, con motivo de la asistencia a un curso sobre la reforma del Código Penal que ya se anuncia y sobre la que ha informado el Consejo General del Poder Judicial no muy favorablemente, reflexionaba sobre la desproporción que se da en la fijación de las penas. También lo hacía sobre la naturalidad con la que que los delitos contra la propiedad son castigados con un rigor que resulta excesivo en comparación con lo que sucede con otros tipos de delito sobre los que la sociedad exige una respuesta más contundente. Esta reflexión no es nueva. La he hecho en más de una ocasión, aunque esta reforma la haya vuelto a hacer presente.

He entendido que basta una sencilla aproximación a la historia legislativa penal española. En concreto, a la imposición de las penas en función de la naturaleza de los delitos. Así, la comparación entre los delitos contra la propiedad -hoy contra el patrimonio- y de otra naturaleza arroja ejemplos que no resisten un sencillo análisis, como que la estafa pueda ser sancionada con seis años de prisión y el homicidio con diez.

No es este espacio un lugar que permita entrar a analizar las razones del porqué de unas y otras. Sin profundizar, se puede decir que el Código Penal, al conceder la máxima protección a los delitos contra la propiedad privada, continúa, en cierta forma, con los principios de un Derecho de tiempos en los que la ésta estaba en manos de unos pocos. Unos pocos que decidían cómo proteger sus bienes. Hoy la situación social ha cambiado. Las reformas avanzan en este sentido y se busca una integración penal adaptada a la legislación europea e internacional. Sin embargo, la Justicia sigue sin sacudirse totalmente aquellos ropajes.

Unas consideraciones que se han vuelto a hacer aún más presentes con motivo de la reciente condena que un juzgado de lo Penal de Sevilla ha impuesto a un contratista de obras del Ayuntamiento de Sevilla y al secretario del Distrito Macarena. El hecho de haber autorizado el pago de facturas por unas obras y el hecho de no haberlas realizado, pese a afirmar que se habían hecho, ha dado lugar a que se les impongan penas de tres años y nueve meses en el primer caso y de cuatro años y tres meses en el segundo. La mitad de la pena que le hubiera correspondido si, en lugar de trincar casi 6.000 euros o participar en la corruptela, hubiera matado a una persona sin concurrir circunstancias agravantes. Pues, bien, esté afiliado al PSOE este condenado -que lo está- o lo estuviera a cualquier otro grupo los hechos delictivos que se han cometido no deben merecer penas de este calado -aproximadamente, un día de prisión por cada 3,80 euros-.

Existe una manifiesta desproporción entre unos y otras. Existe y debería decirse, con independencia del color político del condenado y con independencia del color/es político/s que pudieran beneficiarse. Y eso es lo que está haciendo el PP de Andalucía, intentado transformar hechos tan pobres en una corrupción generalizada. Unas manifestaciones que se unen a otras como el debate sobre la cadena perpetua.

Ambas reflejan un desconocimiento y un desprecio al cambio histórico que trajo la Constitución. Un cambio que está desarrollando una renovación cultural y una política criminal en los valores constitucionales. De ahí, que tenga que pensar que actuaciones judiciales, aún amparadas en la aplicación estricta de la ley, y posicionamientos como los que está sentado el PP de Andalucía, no hacen real ni la equidad ni los principios que informan el cambio histórico, sino que lo salpican y lo manchan de tic de un Derecho preconstitucional y liberal ya superado.

Se dice que la equidad debe servir como criterio rectificador de la inflexibilidad de la ley para aplicar convenientemente el Derecho y hacer Justicia. Dada la desproporción de las penas impuestas en este caso, la Justicia pudiera no estar satisfecha. Tampoco la confianza en una realidad social que avanza hacia el futuro cuando un grupo político que aspira a gobernar, como es el PP de Andalucía, ignora públicamente criterios constitucionales y equidad con el propósito de imponer penas, eso sí siempre que afecte a sus adversarios.

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