Meditaciones sobre el 1 de marzo
He dudado mucho sobre la oportunidad de escribir un artículo sobre las elecciones vascas. Los motivos que me inclinaban a mantener un prudente silencio eran, a mi juicio, de envergadura. He tenido en cuenta, durante esta última semana, que los lectores, por lo menos algunos, entendieran esta opinión como un alegato, como una reivindicación de las elecciones de 2001, que tanto dieron que hablar. Pero siendo las comparaciones siempre odiosas, entonces el Partido Popular acababa de ganar las elecciones generales por mayoría absoluta y el Partido Socialista empezaba un nuevo periodo con José Luis Rodríguez Zapatero; hoy, la banda terrorista ETA es incapaz, por suerte para todos, de intervenir en la política vasca o española con la capacidad de antaño, Ibarretxe ha demostrado con reiterada pertinacia y obstinación la radicalidad política que adivinábamos algunos y no es menor la influencia en la aritmética parlamentaria de la justificadísima ilegalización de Batasuna...
Hace falta una acción de gobierno alejada del revanchismo, del equivocado intento de pasar factura
Euskadi necesita integración. No se trata de darle la vuelta a la tortilla
Tal vez aquella campaña electoral de 2001 tuvo mucha épica, mucha grandeza, pero no tuvo el dominio de los tiempos, ni de la técnica y táctica electoral que ha tenido esta última.
Confieso que no ha sido pequeño el esfuerzo necesario para vencer el hastío provocado por un panorama político saturado de política pequeña, de campanario ideológico. Todo ello me permite decirle al lector que no tenga miedo, no será éste un discurso teñido de reivindicativa nostalgia, ni estará influido por ninguna inclinación narcisista que me lleve a concluir con un "ya lo decía yo". Al contrario, no me entretendrán ni estantiguas, ni rencores que no anidan en mí.
Habrá quien siga sin querer ver, sin querer comprender, que los acuerdos políticos de los grandes partidos nacionales en España no sólo son posibles, sino necesarios en determinados momentos, en circunstancias concretas y sobre aspectos muy fundamentales para nuestra convivencia ciudadana. Esta encomiable práctica política no tiene por qué situar a la fuerza minoritaria en una posición claudicante respecto a la coyunturalmente mayoritaria; bien al contrario, ambas demuestran grandeza y altura de miras, pero más claramente la que menos gana, la que más arriesga, y ésta suele ser la minoritaria.
La necesidad de acuerdo trasciende el acontecimiento político vasco. La política de grandes acuerdos la imponen, desde mi punto de vista, tres características de nuestro país:
1. La complejidad del sistema institucional español -ayuntamientos, diputaciones provinciales, comunidades autónomas y Administración central, cada una con sus competencias propias y con clara voluntad expansionista- obliga al acuerdo, al consenso entre los partidos y entre las instituciones. Veremospróximamente cómo serán necesarios acuerdos de envergadura si no nos queremos quedar atrás en la salida de la crisis económica.
2. Nuestra propia historia, plena de enfrentamientos civiles, de cantonalismo, de reinos de taifas, de ignorantes y atávicos gritos de "Viva Cartagena" obliga a comportamientos responsables que propongan direcciones contrarias a las que han sido habituales en nuestra historia: el enfrentamiento civil sustituido por los denominadores comunes amplios, las impugnaciones generales al estilo de los arbitristas de nuestra historia, magistralmente dibujados por Quevedo en El Buscón, por las reformas paulatinas, los quiméricos intentos por salvar ni más ni menos que a "la humanidad entera" por la prudente, aunque tal vez algo aburrida, gestión de nuestros intereses nacionales.
3. Aunque creamos lo contrario, nuestro sistema institucional es débil, porque no ha tenido tiempo para madurar, porque somos -todavía lo somos y los últimos acontecimientos nos muestran hasta qué punto- el país en el que preferimos el reglamento a la ley, la consigna a la idea o al discurso político, la confortabilidad sectaria que dan las respectivas siglas a la zozobra y el riesgo que supone pensar por uno mismo, y porque seguimos con esa devastadora tendencia a "volver a empezar" continuamente.
Pero esa cultura, más que política, del acuerdo, siendo imprescindible no es generalizable, porque la viva y rica policromía de la sociedad española, la pluralidad como base y sentido de los sistemas democráticos se angostaría en un uniformismo gris y monocorde. De la misma forma, el indiscutible protagonismo de los partidos nacionales no debe impedir hacer los mayores esfuerzos por incluir a los nacionalismos menos aventureros del País Vasco y Cataluña.
En la Comunidad Autónoma Vasca el acuerdo es inevitable para que Patxi López sea elegido presidente del Gobierno vasco, y el hecho de tener un lehendakari no nacionalista es en sí mismo importante y enciende una llama de esperanza, de ilusión, que debemos mantener. Pero vayamos un poco más allá para que esa llama de ilusión no se convierta en frustración y lo que sin duda puede ser un salto hacia adelante en nuestra historia no se convierta, con el paso del tiempo, en una gran oportunidad perdida para los vascos, en primer lugar, y para el resto de los españoles, después.
Muchas cábalas se han hecho sobre la duración de la Transición y casi todas las afirmaciones tienen razones fundadas: están los que consideran la Constitución del 78 como el punto final del periodo, otros sitúan su final el 28 de octubre del 82, cuando el Partido Socialista ganó las elecciones generales, y no son pocos los que consideran que el final es definitivo cuando se completa un ciclo de alternancias, es decir, cuando la derecha vuelve al gobierno. Ahora bien, si consideramos la Transición como un periodo de tiempo durante el cual los españoles, enfrentándonos a nuestros fantasmas, solucionamos los conflictos y las rémoras que nos alejaban de los países de nuestro entorno, no cabe duda de que sólo cuando terminemos con el terrorismo etarra y consigamos un mínimo respeto por las reglas de juego que nosotros mismos hemos aprobado, habremos concluido felizmente la denominada Transición.
La presidencia de Patxi López nos permite ver con esperanza este nuevo y definitivo periodo de la lucha contra ETA. No quiero, bajo ningún concepto, dejar un resquicio a que alguien crea que pienso en una cierta connivencia entre las instituciones autonómicas y el conglomerado etarra. No. Pero la posición de los nacionalistas contra el terrorismo ha estado rodeada de complejos, de miedos, de cálculos sobre los intereses familiares que han hecho su enfrentamiento y su rechazo ineficaz.
Esta legislatura puede ser la última en la que veamos actuar a los terroristas de ETA, una lucha sin complejos, sin cálculos tácticos, puede conseguirlo. Sucede, pocas veces ciertamente, que problemas irresolubles se solucionan cuando las circunstancias cambian y los análisis se realizan desde perspectivas distintas. Este cambio en Euskadi garantiza nuevas posibilidades que tenemos y debemos analizar conjuntamente, de manera muy especial con el PP, pero también con el PNV resultante del debate que tendrán cuando se den cuenta de su lugar en la oposición.
Más me preocupa, porque parece más complicado, la inmensa labor política, pedagógica, que impone la necesidad de respetar la ley. Han comparado a Patxi con Obama y a su mujer, Begoña, con la del presidente de EE UU, pero si olvidamos los aspectos folclóricos o las pavisosas imitaciones de un personaje de relevancia mundial, y nos detenemos en la sustancia, en lo importante, nos daremos cuenta de que la referencia política del actual presidente de EE UU, Lincoln, ya en 1838 realizó el más bello canto oído al respeto a la ley, a las reglas de juego: "Que la reverencia por la ley sea susurrada por cada madre americana a la criatura balbuciente en su regazo; que se enseñe en las escuelas, en los seminarios y en las universidades; que se escriba en las cartillas, los abecedarios y los almanaques; que se predique en los púlpitos, se proclame en las Cámaras legislativas y se haga cumplir en los tribunales de justicia". El respeto a las reglas de juego, a las leyes, aunque no nos gusten, es el reto más trascendente que tiene el nuevo Gobierno.
Estos cambios que podemos considerar justamente revolucionarios deben ir acompañados por una acción de gobierno alejada del revanchismo, del comprensible pero equivocado intento de pasar factura. No se trata de dar la vuelta a la tortilla, de situar a los que no son nacionalistas en la privilegiada posición que han ocupado durante 30 años los nacionalistas. El éxito consistirá, por el contrario, en una política moderada, con la que no se sientan agredidos los nacionalistas menos aventureros, una política de integración para lograr que las más amplias capas de la sociedad compartan los grandes objetivos del Gobierno. Éste es el gran reto de los socialistas, pero también de todos los que queremos vivir en paz y con libertad individual, ¡Suerte! porque vuestra suerte es la nuestra, la de la mayoría.
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y fue secretario general del PSE-EE / PSOE.
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