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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Ganar elecciones

Todavía está fresco en la memoria el momento aquel -no hace ni 10 años- en que se hizo público un documento sellado por el PNV y ETA identificando a socialistas y populares como partidos que tenían "como objetivo la destrucción del Pueblo Vasco". Ésa fue la moneda con la que los dirigentes del PNV pagaron el gesto que años antes, en 1986, les habían ofrecido los socialistas vascos permitiéndoles acceder a la presidencia de la comunidad autónoma aunque contaran con dos escaños menos (17 por 19) que el PSE-PSOE.

Tanto la ofrenda como el pago constituyen etapas de una complicada relación, de enfrentamientos y de pactos, entre nacionalistas y socialistas en Euskadi. Décadas de lucha, primero, cuando el PNV de Arana e inmediatos sucesores consideraba al socialismo como el peor de sus enemigos, precisamente porque había echado profundas raíces en suelo vasco. Décadas de pacto, más o menos efectivo, después, cuando, liderados por José A. Aguirre, nacionalistas y socialistas compartieron derrota y exilio. Y ahora, desde los inicios del Estado democrático y de los estatutos de autonomía, años de acuerdos y hasta de coalición gubernamental, seguidos de años de política de exclusión desde que el PNV colocó su sello al lado del hacha y la serpiente.

Porque políticas de exclusión fueron sostenidas, cuando lo necesitaron, por el voto procedente de las filas del mundo controlado por ETA. Y tiene maldita la gracia que los nacionalistas que han pactado con ETA esas políticas que pretendían arrancar la mala hierba socialista se rasguen ahora sus impúdicas vestiduras si al final resulta que sí, que el cerdo, miserable y pedantemente evocado por Erkoreka, vuela. Más derecho y mejores razones asisten al PSE para gobernar sostenido en algún tipo de acuerdo con PP y UPyD, que al PNV y EA para recibir los votos contados, ni uno más, de Batasuna o de sus sucesivos sucedáneos para sacar adelante sus políticas de exclusión.

De modo que, ante todo, tendría que volver la tranquilidad a las filas de quienes pretendieron borrar de la vida política de Euskadi a sus antiguos aliados y dejar de decir sandeces sobre golpes institucionales. En una democracia parlamentaria -como el PNV sabe por reiterada experiencia-, las elecciones no se ganan hasta que uno de los partidos que compiten en las urnas cuenta con apoyos suficientes para formar Gobierno. Serán, pues, cuestiones de oportunidad política y de amplitud de base social las que deban calibrarse para encontrar una salida a la embrollada situación que el ajustado resultado de las últimas elecciones plantea a todos los partidos vascos con representación parlamentaria.

Y en ambas dimensiones del problema -oportunidad y base-, Patxi López no lo tiene fácil. Su llegada a la secretaría general fue resultado del fracaso final, con consecuencias traumáticas para su partido, del proyecto de alternativa al nacionalismo basado en lo que se llamó bloque constitucionalista. Reconstruir ese bloque está fuera de lugar: ni antes ni ahora cuenta con mayoría social. Pero, a su vez, aquel bloque fue consecuencia directa de la política de exclusión seguida por los nacionalistas desde su inicuo acuerdo con ETA y el consiguiente pacto de Estella-Lizarra con Batasuna. Volver a una coalición con el PNV en situación subalterna, como si aquí no hubiera pasado nada en los últimos 10 años, estaría tan fuera de lugar como el retorno al bloque constitucionalista. ¿Qué hacer entonces? De momento, Patxi López da una lección de templanza, no apresura la salida y se atiene al procedimiento democrático: que lo intente el más votado y, si no lo consigue -es decir, si resulta que el más votado no ha ganado las elecciones-, le habrá llegado el turno al segundo más votado para tratar de formar un Gobierno: así ha funcionado, desde que existe, la democracia parlamentaria con sistemas pluripartidistas. Para formar Gobierno, el PSE tiene dos posibilidades: un acuerdo con el PNV en el que los socialistas no podrán renunciar a una posición hegemónica, puesto que ellos son los que habrán recibido el encargo, o un acuerdo con el PP -y, en su caso, UPyD- en el que el PSE tendrá que mirar más allá de sus propias filas y de sus apoyos parlamentarios e implicar a personalidades con peso político y social, aunque no pertenezcan a ningún partido: un Gobierno que pueda durar.

¿Es posible? El tiempo dirá. Mientras transcurre, una cosa va quedando clara: hasta el nacionalismo vasco más moderado y democrático, cuando se ve obligado a sacar la patita por debajo de la puerta, muestra lo peor de su peor alma, la que considera a su país como un patrimonio que nadie más puede administrar.

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