Una senda con el cuélebre cerca
Pocos se atreven a darse un chapuzón en el frío Pozo del Alemán, junto a la basílica de Covadonga
Asturias no es tierra de grandes devociones o alardes de piedad colectiva: no tiene semanas santas a la castellana ni ostentaciones de fe a la andaluza. La geografía y la historia han diseminado por las aldeas y los valles perdidos muchas capillas diminutas, pero pocas iglesias imponentes, de campanarios visibles a kilómetros.
Y sin embargo, hay acuerdo general a la hora de considerar Covadonga como su corazón simbólico y mítico: su historia empieza antes de los romanos, y la cueva era ya un centro de culto y referencia antes de la cristianización: un lugar que por muchas razones lleva miles de años atrayendo a la gente.
Todavía los más viejos de los alrededores recuerdan a los peregrinos que subían de rodillas el último tramo hasta la cueva, y la Santina inspira aún una especie de afecto general y casi filial en Asturias que se remonta a lo mejor a la época en que allá se adoraba a alguna divinidad maternal y fecunda: cambian los nombres y las advocaciones, pero permanecen la sensación de protección y los lazos que conforman eso tan móvil y resbaladizo que se llama una identidad colectiva y es casi otro ser mitológico.
Los romeros de rodillas se han visto sucedidos hoy por los turistas, los ciclistas de la Vuelta a España y los montañeros que ven en Covadonga la puerta más accesible y conocida hacia los Picos de Europa. Del santuario arranca la carretera que entre vueltas y revueltas sube hasta los lagos Enol y Ercina, punto caliente del parque nacional. En realidad, el tráfico era tan espeso y los atascos a más de mil metros tan temibles que hace ya años que en verano se restringe el acceso -con buen sentido- a los coches particulares.
Triscando por el monte
Hay quien viene, ve y se marcha en Covadonga; quien sube a los lagos, mira por la ventanilla, da un corto paseo alrededor del aparcamiento y vuelve a bajar. Y cuando caen las grandes nevadas se corta el acceso hasta la cumbre para todos. Pero sigue siendo buena idea acercarse al santuario: a muy poca distancia de los autocares y los puestos de recuerdos píos pueden darse paseos y triscar por bosques y montes que no han cambiado mucho desde que Pelayo y los suyos empezaron a armarla por allá hace ya más de mil años. O que si han cambiado por la mano del hombre, lo han hecho para bien: es el caso del paisaje algo fantasmagórico de las antiguas minas de Buferrera, a las que se llega tras un paseíto desde el aparcamiento cercano ya a los lagos.
Para quienes no temen una buena caminata, la mejor manera de acercarse a Covadonga es dejar el coche en el pueblo de Corao, a unos diez kilómetros al pie de los montes que esconden la cueva. Es casi una pequeña villa, próspera y de mucho abolengo y leyendas. Tiene buenas casonas y un bosque de castaños mastodónticos -el Castañéu- donde se celebra desde hace siglos una de las ferias de ganado más famosas del Norte. Y cerca, otras cuevas famosas para abrir boca: la del Buxu, en Cardes, tiene muchas pinturas rupestres y pocos visitantes. La del Cuélebre, en Coraín, fue guarida de ese bicho reptilesco y mítico que entronca con la gran familia de los dragones y serpientes celtas.
Por allí se restaura ahora la bonita casa de Roberto Frassinelli, el Alemán de Corao: un forastero extravagante y culto que se enamoró de la zona a finales del siglo XIX y hasta contribuyó a diseñar el perfil bávaro de la basílica de Covadonga. Subía a la obra a pie por la senda de Frassinelli, que todavía asciende hasta los lagos desde Corao entre bosques y camperas. Deja a un lado la iglesia románica de Santa Eulalia de Abamia. Allí, según la leyenda, se casó el rey Pelayo con la bella Gaudiosa, y allí sigue el que dice ser su sepulcro (los restos fueron trasladados, a principios del siglo XX, a la cueva de Covadonga). Tiene tejos antiquísimos que recuerdan que también por aquí los druidas celebraron sus propios ritos, y relieves infernales tallados en las arquivoltas. En uno de ellos, un diablo burlón arrastra por los pelos al traidor obispo don Oppas, que quiso jugársela a Pelayo. Se quejan los vecinos de Corao, con razón, de su restauración apresurada.
Baño en el río Pomperi
Antes de llegar a la cueva se puede ascender a la Cruz de Priena, que domina el santuario: las vistas lo valen. Frassinelli se quitaba los sudores bañándose en el bellísimo Pozo del Alemán del río Pomperi, mucho más arriba, ya en pleno corazón de los Picos: incluso en verano el agua está helada, así que ahora no hay disciplina prusiana que anime al chapuzón.
Ya en Covadonga se pueden reponer fuerzas en el Gran Hotel Pelayo, que guarda su encanto de principios de siglo y un ambiente plácido de balneario pío (con un toque inquietante de Agatha Christie). No es mal campamento base para subir a las praderías de Peñalba por el camino empinado que se abre al otro lado de la explanada del santuario. Desde sus pastos y cabañas se ven los picos nevados por encima y, muy abajo, las agujas de caliza rosa de la basílica. Su neorrománico gana a vista de pájaro, y el conjunto coge aires de pintura romántica alemana.
Más descansado es pasear por el Camín del Príncipe, al pie de la cueva. Se ven las fundaciones del santuario neoclásico que no llegó a construir Ventura Rodríguez. Una pena: a juzgar por los planos, habría sido de lo mejor de la arquitectura ilustrada del siglo XVIII.
También, si la nieve deja, se puede subir un poco más hasta la Vega de Orandi: hay que dejar el coche a media altura de la carretera de los lagos y buscar la senda a la derecha que lleva a este valle casi secreto. En verano, los pastores llevan el ganado para aprovechar el pasto de alta montaña. Entonces sus praderas y sus cabañas cogen un aire festivo que sustituirá ahora el silencio, el crujir de hojas de las hayas, los graznidos de las chovas y el resplandor de la nieve en las cumbres de Peña Santa.
Orandi tiene algo de valle perdido donde en cualquier momento uno se encontrará dinosaurios o una aldea fuera del tiempo: es casi como el Brigadoon de Asturias. El río transparente y gélido acaba sumiéndose en una sima impresionante que se abre en el paredón calizo que ciega la cañada. La tierra se lo traga y vuelve a escupirlo en forma de chorro más o menos potente kilómetros abajo, justo al pie de la cueva: ya se ve que por aquí todo acaba girando, de una forma u otra, en torno a ella.
» Javier Montes es autor del ensayo Shakespeare y la música (Círculo de Lectores / Glossa).
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Guía
Comer
» El Corral del Indiano (985 84 10 72; www.elcorraldelindianu.com). Avenida de Europa, 14. Arriondas.
Reinterpretaciones del pote o la fabada de la mano de José Antonio Campoviejo. Unos 75 euros.
» Casa Marcial (985 84 09 91; www.casamarcial.com). Carretera de Collía, s/n. La Salgar, s/n. Arriondas. El establecimiento de Nacho Manzano es el epicentro de la cocina asturiana de vanguardia. Imprescindible el pitu de caleya (guiso de pollo de corral). Unos 75 euros.
Dormir
» Gran Hotel Pelayo (985 84 60 61; www.arceahoteles.com). Real Sitio de Covadonga, s/n. Covadonga. Lleva abierto desde 1907 en pleno Real Sitio, al pie de la cueva y la basílica. En 2005 se restauró por completo, pero conserva todo el encanto de la época. Las vistas desde los ventanales del comedor valen la pena.
La habitación doble, desde 34,77 euros.
» Parador de Cangas de Onís (985 84 94 02; www.parador.es). Villanueva (Cangas de Onís). A 15 minutos en coche de Covadonga. La doble, desde 70 euros.
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