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LLAMADA EN ESPERA | ARTE | Exposiciones
Columna
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Huéspedes

Estrella de Diego

Seguro que le habrá ocurrido a más de uno de ustedes: llegar una mañana a cualquier museo, ávidos del encuentro con una obra muy querida, y darse de bruces con el hueco. La habrán buscado por las salas contiguas y habrán vuelto al sitio donde solía estar. No queda vestigio de la ausencia. No, no está.

Los museos disimulan los huecos redistribuyendo las obras, camuflando la falta en las mañanas de lunes, cerrados al público; o en las madrugadas, mientras la ciudad sueña. Se borran las huellas de los clavos a toda prisa, se repintan los cercos de los marcos, se da cera a los pavimentos... Es una maniobra consuetudinaria que pretende preservar el ritmo del montaje -se justificarán-, pero ustedes y yo sabemos, pues hemos sentido frustración y hasta desconsuelo al no encontrar la obra deseada en la visita, que se trata de algo más perverso y más intenso: camuflar una nostalgia.

A veces la situación es más absurda si cabe, y ocurre con cierta frecuencia en este mundo ridículo en que vivimos. Una exposición temporal ocupa salas enteras o, en el colmo del paroxismo, museos enteros. A mí me ha pasado más de una vez -y a usted, ¿verdad?-. Y da una rabia

... ¡Haber llegado hasta allí, tan lejos, para darse de bruces con los "grandes maestros españoles" que han expulsado de su casa a los "maestros locales"! "Bueno, una ocasión para volver a ver a Pablillos de Velázquez, que el mes pasado no estaba colgado en Madrid porque había una muestra de Watteau", se piensa tratando de superar la pena. Pero Pablillos no está, claro, así que habrá que conformarse con algunos murillos y un par de zurbaranes.

Y es que hay obras que nunca viajan por motivos de conservación o, sencillamente, por ser emblemáticas de un museo determinado. Eso asegura -menos mal- que al visitar el MOMA las latas de Warhol estarán colgadas o que al ir al Louvre La Gioconda no se habrá fugado -o casi, pues la que hay colgada debe ser una copia, con todo ese trajín de flashes que aturden al pobre cuadro-. Pero ¿y los cuadros pequeños como ese Mantegna que hizo perder la cabeza a don Eugenio d'Ors -qué librito delicioso Tres horas en el Museo del Prado-? ¿Quién puede asegurar los encuentros si a veces las obras no están porque son menores y no hay sitio?

Luego quedan las otras obras, las que a veces viajan contra todo pronóstico, fruto de un intercambio de símbolos; las que son huéspedes en instituciones que las acogen y las exhiben solas, destacadas, joyas efímeras, de paso, poco tiempo. Qué emocionante es entonces tener la obra tan cerca, poder visitarla a diario. Qué placer da la visita inesperada y especialísima, aunque su viaje haya dejado huecos entre otras paredes u otras salas. Esas sí que son ocasiones extraordinarias, exquisitas piezas de cámara frente a las grandes antológicas, apabullantes como una sinfonía, pero en las cuales faltan a menudo las piezas clave, ésas que sólo muy de vez en cuando dejan su casa.

Hasta mediados de marzo una de esas ocasiones excepcionales está teniendo lugar en el Museo Dalí de Figueras. La persistencia de la memoria regresa del MOMA a España por vez primera desde su salida en 1931. La visita valdrá la pena incluso para aquellos que conozcan bien la obra, tal vez porque tan cerca de los síntomas que obsesionaron a Dalí -la memoria y el tiempo- los relojes diluyéndose se leen de diferente manera. Lo siento por quienes hayan ido a Nueva York y no hayan encontrado la pintura. Me alegro por quienes pueden verla tan cerca del cabo de Creus, redoblado sobre el lienzo. La verdad, qué complicado es esto del arte viajero.

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