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Columna
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Sol de invierno

El pesimismo es un lujo que sólo pueden permitirse las sociedades en épocas de prosperidad. Cuando el invierno aprieta, cuando el hielo de los problemas aparece cada mañana en los periódicos, conviene equiparse con una bufanda de optimismo. Hay que buscar el sol de invierno y los días de fiesta. No se trata de cerrar los ojos, cayendo en la temeridad del que vive sin tomar conciencia de las realidades del mundo. Pero es posible buscar la luz, y puestos a encontrar una salida parece lógico que apostemos por aquella que más nos interesa. El optimismo melancólico es el arte de enfrentarse a la oscuridad sin olvidar las responsabilidades de la luz.

No es mala estrategia dedicar un día de fiesta a la meditación. Las fiestas invitan a la celebración colectiva, a la canción en coro y al baile en corro. Las preguntas sobre el futuro que hacen las fiestas están lejos del grito egoísta del sálvese quien pueda. Un día marcado con tinta roja en el calendario no es un barco del que huyen las ratas en medio del naufragio, sino una plaza, un espacio en común, un pensar, recordar y adivinar entre todos. Por eso tendemos a identificar las fiestas con las mañanas de sol, aunque los datos objetivos puedan desmentir las elaboraciones de la memoria. Si buscamos en los periódicos viejos, tal vez encontremos la lluvia o la tormenta sobre la verbena en la que nos atrevimos hace años a imaginar la felicidad.

Celebramos un 28 de febrero con frío en nuestra economía. Las cifras del paro son desoladoras. Muchas familias no alcanzan a pagar sus hipotecas. El vértigo del ladrillo, que durante años devoró nuestras costas y nuestros campos, cae ahora en la sociedad como un espejo roto con el que es fácil cortarse. Muchos inmigrantes se enfrentan a la expulsión y al racismo por culpa de las precariedades de la legislación y del mercado laboral. Hace frío en los documentos de los bancos y en los finales de mes de los ciudadanos. La situación es tan dura que no podemos caer en el pesimismo. Necesitamos celebrar con orgullo la fiesta para comprometernos con los rayos de un sol de invierno.

Ya que estamos obligados a caminar por la oscuridad, no tropecemos con la luz en la salida. La crisis debe servir para recuperar el orgullo de algunos valores decisivos del pensamiento progresista que parecían avergonzados de sí mismo bajo la inercia prepotente del neoliberalismo. A la hora de reunirnos en las democracias y en las plazas del siglo XXI será conveniente volver a cobrarle respeto al Estado. No puede decirse que el Estado esté desapareciendo, porque hemos visto lo útil que resulta su complicidad para los que quieren imponer las leyes de la economía especulativa como política internacional. Devolverle el respeto que se merece significa justificar la necesidad de la regulación de los mercados. Hay que repetir sin vergüenza aquella frase de Fernando de los Ríos que defendía el encadenamiento de la economía para asegurar la libertad de los individuos.

Deberíamos también perder la vergüenza y rechazar el humo tóxico de la fe neoliberal por lo que se refiere a las privatizaciones y al abaratamiento de los despidos. Ni privatizar significa eficacia, ni la degradación de las condiciones laborales supone un camino hacia la salud económica. No conviene confundir los intereses de algunas cuentas de resultados, que pueden estallar en cualquier momento, con la alegría festiva de una democracia social. Reconquistar el prestigio de lo público representa una defensa de la política y del movimiento sindical, un deseo de arrebatarle la globalización a las multinacionales para devolvérsela a los ciudadanos. De la crisis se saldrá, pero hace falta recuperar el optimismo y estar presentes en la solución con nuestro lenguaje. Meditemos bajo el sol de invierno en un día de fiesta.

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