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Tentaciones
Reportaje:SEXO

DOS CUERPOS: CUATRO MANOS

Llevo meses obsesionada con el tema de los masajes eróticos. Desde que descubrí que eran un género pornográfico en sí mismo y conocí los vídeos de masajistas tailandesas de Private y los encontré excitantes (¿o fue en realidad desde que vi aquel filme en el que un profesional del masaje aplica uno a cierta chica, provocándole multiorgasmos eyaculatorios?), desde entonces no he parado de buscar un servicio de masajes eróticos para mujeres. He encontrado gigolós dispuestos por 90 euros la hora; algún que otro centro especializado, como el madrileño Masajes Nirvana (www.masajesnirvana.com), un espacio idóneo para descubrir en pareja, pero con asesoramiento, nuestras zonas erógenas, y hasta libros llenos de erudición a propósito de este arte erótico, que profundiza en nuestros "desconocidos horizontes corporales" y en técnicas revolucionarias como: el movimiento del orador, el del molino, los trucos del masaje en los senos, el punto G, el pene, los testículos, la técnica de la víbora, la del contoneo, el movimiento entrelazado... Inquietante.

Ayer, revisando una agenda de eventos, descubrí que en el club liberal barcelonés —un lugar para practicar el intercambio de parejas y sexo grupal en todas sus formas— llamado Leglamour invitaban a una noche temática de masajes para parejas (www.leglamour.es). Nada más entrar, la dulce anfitriona nos explica a mí y a mi chico que el señor de greñas que está sentado en la barra es el masajista titulado que va a enseñar a los presentes a brindarnos mutuos frotamientos en el cuerpo con fines terapéuticamente orgásmicos. La dinámica, nos comenta, es que cada pareja le efectúe las consultas privadas correspondientes y, a continuación, y sólo si los tórtolos así lo desean, el sujeto pasará a hacer una demostración práctica en el cuerpo de la señora (o del señor). Una pareja se nos adelanta, él es como el personaje de Peter Coyote en Lunas de hiel y ella es como la cantante de Ojos de Brujo. Coordinan con el masajista. Para mi sorpresa, ella se desnuda ahí mismo en medio del salón y entra a una sala contigua que ha sido acondicionada como una consulta de especialista, bueno, sólo hay una aséptica camilla y un par de botes de aceite. Desde mi lugar puedo atisbar cómo el experto hace su trabajo. La mujer sale grasienta y renovada. Me abro paso, me presento, me desnudo. A diferencia del curioso marido que optó por quedarse afuera fumando, el mío entra conmigo. El terapeuta me dice que no es necesario que me quite las bragas, una frase que yo por lo menos no encuentro muy erótica. Me da igual y me las quito. Empieza el masaje propiamente dicho: mi marido es conminado a embadurnarme de aceite. El masaje es un arte, sí señor. Ambos, maestro y discípulo, me frotan incansablemente pechos, vientre, espalda, pubis, nalgas... Son cuatro manos, no, espera, aquí hay más de cuatro, hay seis u ocho o diez. Me incorporo levemente y me descubro asediada por las parejas liberales —que huelen la excitación como los vampiros la sangre—, una pequeña multitud de sombras alrededor de mi cuerpo, que ahora está tan pasivo y feliz como un filete empanado en un plato.

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