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Columna
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Una de trofeos

No tengo muy claro qué clase de tipo (suelen ser tipos, y no tipas) hay que ser para disfrutar con la caza mayor, ésa que consiste en disfrazarse de cazador para retozar en un paraje donde los animales andan sueltos pero rodeados de alambradas hasta conseguir darle un buen escopetazo a la víctima que se pone a tiro entre ceja y ceja. No parece un entretenimiento muy delicado, aunque deparará sus placeres, como suele ocurrir en las conductas desviadas. Mayor interés tiene que personas tan leídas e instruidas, sobre todo instruidas, como los señores Bermejo y Garzón, no encuentren mejor distracción de fin de semana que largarse a tierras andaluzas para practicar tan atávico ¿arte?, ¿deporte?, y además juntitos, con la que está cayendo, actividad en la que el mayor estímulo consiste en el acto supremo de apretar el gatillo para comprobar un segundo después cómo se desploma la víctima. O no. Los comentarios y columnistas del suceso han oscilado entre los que hablan de conjura para propiciar un encuentro sin duda muy instructivo, mientras que otros han insistido en la barbarie que supondría en sí misma semejante actividad depredatoria. La explicación quizás se encuentra en un punto intermedio donde ambos vectores se fusionan: hay que ser cazador dominguero en terreno acotado para soltar entre pieza abatida y pieza cobrada alguna que otra frase de mucha instrucción a la hora del café, copa y puro, de modo que no se desdeña una cierta correspondencia entre esas curiosas aficiones cinegéticas y la confidencia no menos estremecedora en el calor de la noche confraternizada. En cualquier caso, el asunto alumbra la posibilidad de una cierta relación biunívoca entre esas oscuras aficiones del juez Garzón y la prosa encrespada, rayana en lo incomprensible, de tantos de los autos que instruye.

Son tantos y tan graves los asuntos que nos abruman que el alcalde de Zaragoza, el socialista Juan Alberto Belloch, anda buscando una calle sin vecinos para rotularla con el bendito nombre de San Josemaría Escrivá de Balaguer, propósito paradigmático de lo que se hace sin querer hacerlo del todo, mientras que Cayo Lara, coordinador general de Izquierda Unida, aprovecha su nombre de rockero manchego de los sesenta para sugerir que "Marx no se ha ido nunca, y ahora muchos vuelven los ojos a él", donde basta cambiar Marx por Jesucristo para reencontrarnos con la tabarra de un Rouco Varela cualquiera. Se puede ser más tonto, pero no más claro. Tan claro como lo fue Julio Anguita y su pinza con Pedro Yihad Ramírez contra los socialistas, para quien, por cierto, Cayo Lara no pide la ilegalización, pero sí para quienes (¿los partidos, los gobiernos?) invadieron Irak, por donde se ve que este acólito carece del cacumen de su maestro de Tréveris, tan listo como para sablear al pobre Engels, empresario de cierto postín, durante toda su vida.

¿Y por aquí? Pues dos noticias, que son buenas o malas según como se miren. Una es que en vísperas del treinta aniversario de la Mostra del Cinema Rita Barberá sigue sin saber qué hacer con un festival di que de cine que no interesa a casi nadie. Podía nombrar director al gran Joan Álvarez, que sabría sin duda cómo resolver la papeleta del homenaje (¡otro!) al grandísimo Berlanga. La otra es que Camps tendrá que escampar antes o después ante las migajas que se van sabiendo sobre su intervención (lo que sería malo) o su no intervención (lo que sería peor) en los chanchullos serviciales que empiezan a conocerse antes de que se sepa casi todo. En su lugar, y por desearle lo mejor, yo buscaría el consejo, si no el abrazo, de Carlos Fabra. Mejor malo conocido que bueno por conocer.

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