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Reportaje:PURO TEATRO

Willy Loman vuelve a la carretera

Mario Gas recobra el poder emotivo de La muerte de un viajante en su montaje en catalán

Marcos Ordóñez

No deja de ser curioso que un clásico como La muerte de un viajante haya tenido tan pocas puestas en nuestro país desde el célebre estreno de Tamayo en 1952. Quizás, precisamente, por el peso de aquella púrpura pocos directores se han atrevido a montarlo: en circuito comercial yo cuento tan sólo la revisión del propio Tamayo en 1985, en el Bellas Artes, con López Vázquez y Encarna Paso, y el de Pérez de la Fuente en 2000, en el Principal de Barcelona y al año siguiente en La Latina, con Sacristán y María Jesús Valdés. En catalán, me dicen, no se había hecho nunca, y por ello, el pasado verano se organizó una coproducción tripartita Girona-Barcelona-Madrid (El Canal-Centro de Artes Escénicas de Salt/Teatre Lliure/Teatro Español) que encargó la traducción a Eduardo Mendoza y la dirección a Mario Gas. El espectáculo, Mort d'un viatjant, está llenando en el Lliure; después, en castellano, girará por España y recalará en Madrid.

Miller cuenta en sus memorias que escribió el plan general y el primer acto en un par de días y el segundo en seis semanas

Varias cosas saltan a la vista revisando la función. Miller cuenta en sus memorias que escribió el plan general y el primer acto en un par de días y el segundo en seis semanas. Y se nota, vaya si se nota. Tras la estupenda escena inicial, con el retorno a casa del agotado Willy Loman, donde advertimos su desgarro psíquico y el amor incondicional de Linda, su esposa, llega la larguísima conversación de Biff y Happy, los hijos, en su dormitorio, que sigue el viejo modelo "hermano, voy a contarte lo que sabes de sobra para que se entere el público", y las evocaciones y recontraevocaciones del pasado venturoso: mucho se dice y poco se muestra. Hay, sin duda, pasajes con tensión dramática y soberbia construcción, como la aparición del fantasma de tío Ben durante la partida de cartas, pero no me sentí atrapado hasta la penúltima escena, el formidable careo de Linda con sus hijos: ¡por fin el feliz escalofrío del conflicto, por fin se acaba el cuento, hermoso cuento, y empieza la acción!

Casi me atrevería a decir que si un espectador entrara en el teatro en ese momento podría situarse inmediatamente, sin apenas necesidad de conocer lo anterior, que, por otra parte, volverá a retomarse en el segundo acto. Tras el intermedio todo fluye. La estructura está ajustada y vamos de nudo en nudo porque todos desean algo y a todos se les acaba el tiempo: Willy ha de luchar por su empleo, Biff y Happy han de apurar su último sueño de grandeza y luego enfrentarse a la verdad, Linda ha de conseguir que la verdad no acabe con Willy y con la familia. Cuando se estrenó La muerte de un viajante, su tejido de acciones simultáneas (la trama en presente, mechada por las fantasías, recuerdos y soliloquios del protagonista) trajo a colación las influencias de Thornton Wilder (Nuestra ciudad) e incluso de O'Neill (Extraño interludio). Viendo de nuevo la función no cuesta ampliar el parentesco hasta Clifford Odets, monarca del "realismo crítico" de los treinta, cuyo debut, Awake and sing (1935), narraba los avatares de una familia judía empobrecida por la Depresión y el enfrentamiento entre un padre opresivo y un hijo que lucha por liberarse de su entorno, o vincular su sentimentalidad, a ratos embarazosa (la tremebunda escena en la que Biff pilla a Willy con su amante) con los melodramas del teatro yídish, pródigos en culpas secretas, sacrificios paternos y reconciliaciones in extremis. Con todos sus excesos y desajustes, La muerte de un viajante nos sigue conmoviendo por la potencia emotiva de Willy Loman, perfecto retrato de un maniaco depresivo e inmenso personaje dramático, que Jordi Boixaderas, uno de los grandes del teatro catalán, sirve en todas sus facetas. Tras un arranque un tanto excesivo en caracterización (no hace falta impostar voz de vejete: Willy no tiene ochenta años), Boixaderas nos lo muestra ridículo y trágico, furioso y aterrado, inseguro y arrogante, introvertido e histriónico; un perdedor nato que siempre emboca el sendero equivocado pero del que no podemos dejar de admirar esa vitalidad de pionero, del hombre que, como bien señala Mendoza, "sigue empeñado en conquistar territorios", en encontrar diamantes en la jungla, aunque sea con dos maletas a cuestas.

Boixaderas sostiene las tres horas de función sobre sus hombros, pero tampoco podemos dejar de mirar (y admirar) a Rosa Renom como Linda, auténtica magnolia de acero, sacrificada y lúcida: desbordante de poderío cuando le canta la caña al lucero del alba y sublime en ese solitario réquiem final, capaz de hacer llorar al mismísimo Goebbels. Están muy medidos Pablo Derqui (Biff, el malcriado golden boy) y Oriol Vila (Happy, ligón y mentiroso). Quizás demasiado: son dos estupendos actores, aunque el lógico miedo a pasarse les resta, para mi gusto, la intensidad emocional, incluso ese punto de desbordamiento que requiere el último tercio. Impecable Frank Capdet (Howard) en la escena del despido, perfecta mixtura de drama y comedia (el juego con la grabadora es una gran idea de Miller); poderoso e inquietante Víctor Valverde como el espectral Ben, pese a que ese perfil aún no exhala el necesario aroma de depredador. Hay carencias y aspectos muy mejorables en el resto del reparto. Falta brío y sobran clichés en los trabajos de Guillem Motos (Bernard) y Anabel Moreno (la amante); Camilo García (Charlie) tiene tanta voz y presencia como envaramiento, y Maria Cirici (miss Forsythe) está realmente floja en la escena del restaurante: flota sobre ellos una nube de teatro antiguo, de piloto automático, que debe corregirse para no empañar los logros de este ambicioso montaje de Mario Gas. Cabe destacar y aplaudir también la preciosa y cuidadísima escenografía de Miguel Ángel Coso y Juan Sanz (una carretera perdida que atraviesa el hogar de los Loman, con tres grandes paneles al fondo donde se proyectan, en blanco y negro, los espacios exteriores filmados por Álvaro Luna), así como la sutil y evocativa banda sonora de Àlex Polls, y, cómo no, la notable traducción de Eduardo Mendoza. Hay Muerte de un viajante para rato: no se la pierdan.

Mort d'un viatjant, de Arthur Miller. Traducción de Eduardo Mendoza. Dirección: Mario Gas. Teatre Lliure. Barcelona. Hasta el 22 de febrero. www.teatrelliure.com. La muerte de un viajante. Teatro Español. Madrid. A partir del 11 de junio www.teatroespanol.es

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