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Columna
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La ficción democrática

Durante las últimas semanas hemos visto muchas fotos de dirigentes del PP sorprendidos en la soledad de una preocupación. Detrás de sus ojos cerrados o de su mirada en las nubes había un último escándalo, una guerra interna, un espía o un caso de corrupción. El miércoles pasado decidieron hacerse juntos la fotografía de su soledad, y formaron una multitud. Como afirmó Baudelaire, una multitud suele ser un conjunto de soledades. Mariano Rajoy pasó al ataque, acusó al ministro de Justicia y denunció una trama contra el PP. Javier Arenas aparecía en la foto publicada por EL PAÍS en posición de firme. La respuesta unitaria del partido a los escándalos de estas semanas ha sido incluso más peligrosa para la democracia que los escándalos mismos.

Cuando Cervantes inventó la ficción moderna, dejó claro que siempre era necesario un pacto de verosimilitud. En casi todas las novelas hay algo difícil de asumir, pero se acaba aceptando para que la narración continúe. Si tú, dice el autor, te crees esta casualidad, yo te cuento una historia. Hace años que la democracia es una ficción con demasiadas goteras, porque ya no se adapta a la realidad de nuestro mundo. Cuando los ámbitos oficiales se separan de los ámbitos reales, resulta inevitable una paulatina pérdida de consistencia en los espacios de representación, que se mantienen por simple rutina. La democracia vive un largo invierno, un triste espectáculo de agotamiento. Tal y como la entendemos, ya no se corresponde con la inercia tecnológica, económica y geográfica que define los nuevos poderes del mundo. Como ha ocurrido siempre en la historia, otra concepción del gobierno vendrá a sustituirla para poner las cosas en su sitio. Pero mientras esto ocurre, conviene para bien de todos mantener el pacto de verosimilitud.

Lo que ha hecho el PP con su foto unitaria es poner en peligro ese pacto. Cuando se descubren corrupciones, los ciudadanos tenemos derecho a pecar de ingenuos, afirmando de un modo optimista que se trata de casos aislados, que en todas partes hay sinvergüenzas y que la inmensa mayoría de los políticos son honrados. Para poder seguir con esta ilusión cívica, el PP debería haber empleado todo su empeño en depurar responsabilidades para que nadie pudiese identificar al partido con sus corruptos. Sin embargo, ha preferido cerrar filas, asumir una defensa colectiva y denunciar al Estado. No es que huela mal, es que ya se han descubierto cadáveres en los asuntos públicos de Madrid y Valencia. No hay quien se crea ese tipo de respuesta.

No digo que el PP vaya a perder su respaldo en las urnas. Tenemos ejemplos de ayuntamientos y diputaciones envueltos en la corrupción que han merecido el aplauso popular en los procesos electorales. Pero a costa de seguir degradando la democracia y de firmarle a la población una subcontrata de ciudadanía. Volvemos al debate entre los espacios oficiales y reales. Cuando los empresarios piden reformas sobre el despido laboral, saben perfectamente que en la realidad dominan ya los puestos de trabajo precarios. Ellos mismos los han impuesto en el filo de las leyes. Hoy se ve como política económica de calidad potenciar los contratos basura y socavar los derechos consolidados por los profesionales con experiencia. El empleado de Telefónica que viene a arreglar una avería es posible que desconozca su trabajo, pero le sale más barato a la empresa. Con su foto unitaria, el PP ha ofrecido a sus votantes un contrato basura de ciudadanía. Todos somos ladrones, coge el dinero y corre.

Otra cosa. La coincidencia del ministro de Justicia y del juez en la montería de Jaén no tiene nada que ver con la actualidad de la trama de corrupción. Pero qué pena da ver a dirigentes socialistas entrar en los ritos del dinero, ya sea en cortijos de pueblo o imperios de magnates internacionales.

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