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Reportaje:PURO TEATRO

Mano a mano hemos quedado

Marcos Ordóñez

1 Con el pucho de la vida. Dos hombres, dos enfermos terminales en una habitación de hospital, deciden escapar "para asegurarse de que el mundo no les necesita". Nada que ver, felizmente, con las millonarias aventuras (ver el Taj Mahal por la mañana, saltar de un avión privado por la tarde) de Morgan Freeman y Jack Nicholson en Ahora o nunca. Esto es Dos menos (Moins deux), de Samuel Benchetrit, un hombre demolido pero no vencido tras el asesinato de su esposa, Marie Trintignant. La estrenó en 2005, en el teatro Hébertot de París. Los protagonistas eran su suegro, Jean-Louis Trintignant, y Roger Dumas. El viejo e inmenso Trintignant tiene una frase soberbia: "Vivo totalmente desesperado, pero nunca triste". Podría ser el lema en el escudo de armas de esta comedia, con la que Héctor Alterio y José Sacristán triunfaron el pasado verano en la sala Neruda de La Plaza, en la avenida Corrientes de, por supuesto, Buenos Aires, y que ahora representan en el teatro Fernán-Gómez de Madrid. Dos menos, dirigida por Óscar Martínez, al que conocimos como formidable actor en la versión porteña de Arte, es un viaje onírico jugado a medias. En uno de sus mejores gags, ambos protagonistas consiguen descifrar una carta leyendo cada uno con su ojo bueno: ésa es la mirada de la función, que a ratos recuerda a una novela de Queneau (que sí, Queneau) o de Blondin, amablemente negra. "¿Qué haces para no pensar en tu muerte?", pregunta uno. "Pienso en la tuya", contesta el otro. Dos hombres en pijama, dos muertos de permiso. Julio Poleri (Alterio), Pedro Casal (Sacristán). Una travesía, bañada por una suave irrealidad. Estaciones: una carretera nocturna, un piso vacío, un vetusto salón de baile, un pequeño muelle, un teatro. En la carretera encuentran a una mujer embarazada, abandonada por su amante. En el piso vacío, Poleri reconoce el aroma del amor ausente: es el mismo que flotaba en su casa. En el salón de baile juegan a seductores, y seducen, y Poleri cuenta una historia sensacional: cuando su médico le declaró estéril y, al volver a casa, su mujer le propuso tener un tercer hijo. Es el gran solo de Alterio, ese maestro del bajo. Poco más tarde le toca el turno a Sacristán, soplando una armónica invisible que suena como un bandoneón: el relato de su derrota vital y de Lou, la hija que no conoció. Hay alguna blandenguería, como cuando intentan juntar a la mujer embarazada con un joven suicida. Ella y él, que encarnan a todos los jóvenes de la comedia, son Cecilia Solaguren y Nicolás Vega: cumplen. Hacía tiempo que no veía tan cómodos, tan sueltos y tan sabios a Sacristán y Alterio, liberados de sus respectivas tendencias al sombronismo y al cascarrabismo. A Sacristán le sientan de maravilla las esencias porteñas: está aquí tan bien como en Un lugar en el mundo o Roma. Y el trabajo de Alterio es muy superior a los de El túnel o Yo, Claudio, donde parecía volar con piloto automático. Lo que más me seduce es cómo consiguen que parezca fácil lo enormemente difícil: la forma, por ejemplo, de escuchar al otro en escena. En el tercio final, Casal/Sacristán encuentra o sueña encontrar a su hija perdida en un teatro, interpretando a Chéjov, y ambas obras acaban a la vez, con las palabras de consuelo de Sonia al Tío Vania: hermoso cierre, que revela el olfato de un dramaturgo.

Hacía tiempo que no veía tan cómodos, tan sueltos y tan sabios a Sacristán y Alterio, consiguen que parezca fácil lo enormemente difícil

Dos menos quizás sea delgada, pero tiene gracia, fluidez, humanidad, y las notas precisas para que dos grandes intérpretes cabalguen a lomos del ritmo y sirvan la melodía como quien tiende ropa blanca al sol.

2 Otra de fantasmas. Las obras que prefiero de Conor McPherson son las que contienen fantasma o similar elemento fantástico, como La presa, su magistral presentación en sociedad, donde los espectros están más vivos que quienes los evocan porque sus pasiones fueron más intensas, o St. Nicholas, un soliloquio alcohólico en el que un crítico de teatro sediento de sangre acaba atrapado, justicia poética, por una secta vampírica. Ciudad brillante (Shining City), que acaba de cerrar en la Beckett un ciclo dedicado al autor irlandés, quizás clausure también esa presunta trilogía, pero con menos fulgor (pese a su título) que las anteriores. Ian (Santi Ricart), un ex sacerdote metido a terapeuta, recibe a John (Andreu Benito), un viudo solitario atormentado por las apariciones de su difunta y, como en St. Nicholas, por su enloquecida pasión hacia una mujer joven. La función es ese descarnado pas à deux, un monólogo (con incrustaciones) sobre la culpa y la redención que te atrapa por su sinceridad sin retórica, su enorme fuerza expresiva. El contrapunto, la ordalía de Ian y su no menos desesperada esposa Neesa (Clara Galí), pretende ser especular pero carece de voltaje: es aburrido, previsible, y está rematado por un pueril golpe de efecto que se diría una nota a pie de página de La mujer de negro. Pese a ese abismal desajuste, el espectáculo de la Beckett nos regala otra lección de interpretación en el sentido más musical del término. Sobriedad absoluta y soberbio sentido del timing por parte de Santi Ricart (¿por qué no le vemos más a menudo en nuestros escenarios?), que controla al milímetro sus entradas y salidas del torrente verbal de Andreu Benito, serpenteando en los rápidos del terror y la angustia, el desconcierto y, al fin, la liberación (en el sentido más psicoanalítico del término) por la palabra. Pese a su imponente estampa, Benito no es un actor "físico": emite mucho mejor desde la inmovilidad. Como en El fantástico Francis Hardy (Faith Healer), de Brian Friel, o Una copia (A number), de Caryl Churchill, sus mejores trabajos junto con éste, todo "sucede", y cómo, en su voz y su rostro. Hay que señalar, en toda justicia, que la música central de Ciudad brillante no nos atraparía con tanta fuerza sin la batuta de Jordi Vilà ni la orquestación del traductor Joan Sellent, que ha vertido a un catalán vivo y eminentemente dramático el tono coloquial y sincopado del original (frases cortadas a pico, vacilaciones, repeticiones, tics) hasta conseguir ese prodigio infrecuente que es la naturalidad cosida a mano.

Dos menos, de Samuel Benchetrit. Versión de Fernando Masllorens y Federico González Pino. Dirección: Óscar Martínez. Teatro Fernán-Gómez. Madrid. Hasta el 22 de febrero.

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