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Columna
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'Titanic'

Pintan bastos, ya lo sabemos todos. Verse en el paro con cincuenta tacos después de haber trabajado toda la vida como una mula es caer en un pozo tan negro como la pena negra. Y "la pena tizna cuando estalla", lo escribió Miguel Hernández, el poeta pastor de Orihuela. Usted no imaginaba que algo así pudiera ocurrir. Tampoco pensaba nadie que el Titanic pudiera irse a pique y ahí está en el fondo del océano.

A ver quién iba a pensar que el tal Madoff con su licenciatura en Harvard y todos sus masters en altas finanzas iba a estafar con el timo de la estampita, no a unos incautos de medio pelo, sino a grandes tiburones de la bolsa con buenos dientes. Pero resulta que así funcionan las cosas. Es la ley del dominó: cae la primera ficha y todas las demás van detrás hasta llegar a la ferretería de la esquina, que es el morir.

La vida misma es un fondo de alto riesgo en el que cuando hay vacas gordas, gana la casa, y cuando vienen mal dadas, pagan los de siempre. Pero resulta que las grandes batallas son las que libran quienes encuentran una buena trinchera donde resistir: un sueño personal, alguien a quien amas, el sentido de la propia dignidad, un hijo, algún lugar donde abrigarse del frío de este jodido invierno, el bar de toda la vida, la floristería del barrio, el periódico recién salido del horno, la lealtad de los amigos, un libro... Cosas por las que vale la pena batirse a cuerpo limpio como se baten cada día todos los que se levantan a las seis de la mañana de aquí al otro extremo del mundo para ganarse el jornal. Gente dura y de una pieza, con orgullo de clase, como ese soldado que enciende un pitillo mientras la trompeta de los malos toca a degüello y se prepara para lo que venga no por fe, ni por sentido del honor, ni por una bandera, si no porque no queda otro remedio que tirar para adelante.

Esto se va al carajo, en efecto. Nos lo hemos ganado a pulso. Pero mientras se va y no se va, hay que dar la talla, maldita sea. Hay que pelear la batalla a la vista de todos hasta la última playa, como Robert Mitchum en El día más largo. Así que mejor levantarse cuanto antes del sofá, dejar de arrastrar las zapatillas por el pasillo como un alma en pena, respirar hondo, olvidarse de los antidepresivos, los plazos de la hipoteca, el expediente de regulación de empleo, la factura del supermercado, las comisiones del banco y la madre que los parió a todos. Hay que volver a los clásicos de infantería. El pulso firme y el corazón en su sitio. Un ser humano en pie es algo digno de ver. En pie con su drama y sus búsquedas. Con sus preguntas en pie, con sus palabras en pie, con su indignación en pie de guerra, porque como decía el poeta, cuando un hombre clama justicia, no está solo. Miguel Hernández, claro, de ayer y de siempre.

Pensaba en todo esto el otro día, sentada en un balcón, leyendo El rayo que no cesa, junto a una maceta con una begonia roja. Me gustan las begonias, son flores de diario, nada aristocráticas, naturales como desayunar con pan o andar por casa. Les cuento esto porque no hay demasiadas noticias buenas que dar, y pensé que no estaba mal hallarse en un balcón florecido, sin que la vida te intimide, con poemas duros de Año Nuevo, sin doctrina ni mensaje que venderle a nadie, sin sermones, mirando adentro y mirando lejos. Vale, puede que no sea el remedio a los males del mundo, pero por hoy, sirve.

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